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sexta-feira, 7 de dezembro de 2012

Caballero de la Lengua, señor de Jerez



Por: Juan Cruz

A José Manuel Caballero Bonald le impidieron la siesta este último jueves y a cambio le dieron la noticia de que había ingresado en la Orden de la Lengua, del tercio de don Miguel de Cervantes. Pocas veces una noticia ha sido tan celebrada en el mundo de las letras, donde todo está atrabancado por egos de unos y por egos de los contrarios. Porque es una noticia justa y porque se hizo esperar. Respiró de alivio hasta él (“era mi turno”), porque que a Caballero Bonald se le hurtara por tanto tiempo esta honra era una afrenta para la historia de ese galardón que corona toda una vida dedicada a la literatura. Y la suya ha sido, sin duda, una vida entera dedicada a los libros, a leerlos, a escribirlos e incluso a divulgarlos. Toda una vida dedicada a los libros…, y a Pepa, Pepa Ramis, su mujer, que fue campeona de natación y que a él lo salvó de perecer ahogado cuando aún la estaba enamorando en la bahía de Palma de Mallorca.
La escritura de Caballero Bonald es ensimismada y a veces majestuosa; a veces es también, como la de Góngora, misteriosa y recóndita, exigente consigo misma. Se diría que no está dotado para escribir mal (él lo dice, y es de los pocos que no parecen pedantes cuando se suelta a favor de sí mismo) y que posee esa segunda mano que Onetti le aconsejaba a sus colegas: la mano que te obliga a tachar lo que es indecente desde el punto de vista del buen uso de la lengua. Leerlo es un placer grande, porque con él ocurre lo que aconsejaba Nabokov: hay que leerlo porque además vas a releerlo, para saber más de ti mismo, o para saber más de lo que esconde su prosa, o su poesía, de genio mayor de la metáfora sigilosa.
A Pepe Caballero le negaron los académicos de la Lengua, en España, el crédito que merece su prosa exacta y profunda, su calidad poética heredada de los clásicos y del sueño y de la vida (la nocturna, la que se recuerda y la que va envuelta en el alcohol de la larga época de oscuridad que vivió este país). Pero él no les retiró ni el saludo.
Le pregunté un día, inmediatamente después de aquel desaire, si guardaba rencor. Él no estaba preparado para el rencor, me dijo, sino para la paciencia de la memoria. Con esa paciencia, y con esa pluma jerezana mojada en la experiencia de Madrid y de Bogotá, escribió dos memorables libros de recuerdos, Tiempo de guerras perdidas y La costumbre de vivir. Y, cuando amanecía en otro sitio del mundo de la lengua española el realismo mágico, ya él tenía en la imprenta, y a punto de ser extraño tesoro de las librerías, una novela imborrable, Agata ojo de gato, que fue una evocación profunda, densa y feliz de las marismas del Guadalquivir, su amado Coto de Doñana, cuando se ven desde el Sanlúcar donde pasa, con Pepa Ramis y con sus hijos (no sabe nunca cuántos tuvo, es una broma suya, lo sabe bien), los veranos y la vida entera, aunque se desplace por el mundo.
Dejó de escribir por un rato, eso dijo, cuando el antepenúltimo presidente de España, José María Aznar, cometió la aberración de introducir a este país en la guerra de Irak. Pero luego (“cómo le voy a decir no a un poema”) regresó a la escritura con un libro de poemas de enorme aliento, su autobiografía. Su cabreo era monumental entonces y lo fue luego: “Vamos a peor, en este país vamos a peor”.
Un día le pregunté qué es eso de que no está dotado para escribir mal. Me dijo: “Parece una petulancia… Distingue mi literatura que no tiene que ver con la tradición inmediata de la lengua castellana; conecta tal vez más con la tradición latinoamericana, a la que estoy muy unido por razones paternas y por afinidades, y por mi vida en Colombia y en Cuba. A partir de ahí me siento escritor, y cuando escribí Agata ojo de gato logré que las palabras significaran más que lo que significan en los diccionarios, y eso era una forma de afirmación de mi personalidad”.
No quisieron que fuera académico de la Lengua, y miren por donde ahora lo han hecho Caballero de la Lengua, que es más.

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