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sexta-feira, 5 de julho de 2013

Brasil, cambio de época


Opinión
29.06.13
por PASCUAL ALBANESE en El Tribuno - Salta

En Brasil, la publicitada “nueva clase media”, hija de la prosperidad incubada durante los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso y de Luis Ignacio “Lula” Da Silva, ambos reelectos, salió a la calle para cuestionar al sistema político que la alumbró. El resultado jaquea al gobierno de Dilma Rousseff y abre una crisis, cuya superación no está a la vista.
Brasil, que abolió la esclavitud en 1887 y tuvo un régimen monárquico (único en América Latina) hasta 1889, es un país elitista. No hay tradición de movilización popular. Los sucesos actuales sólo pueden parangonarse con las movilizaciones que precedieron a la destitución del presidente Fernando Collor de Melo en 1991 y con las manifestaciones a favor de elecciones presidenciales directas en 1984 y 1985, a fines del último régimen militar.
Las protestas presentan tres rasgos comunes con la “primavera árabe” o con los “indignados” en Europa. El primero es que se trata de una sublevación de la clase media de los grandes centros urbanos, especialmente de los estratos juveniles. El segundo es la utilización de las redes sociales como instrumento de organización. El tercero es la total ausencia de una conducción centralizada.
Todos los testimonios coinciden en que los manifestantes brasileños respondían a estas tres características. La creciente masividad de las movilizaciones no cambió su base social, amplia pero a la vez circunscripta. Ni los sectores obreros, ni la población de las barriadas periféricas tuvieron un protagonismo significativo.
El rol de Internet es determinante. Los manifestantes emplean una suerte de “manual de instrucciones”, notablemente preciso, que entre otras cosas aconseja acerca de las formas de optimizar los resultados de cada acción y también de protegerse de la represión policial.
La inexistencia de una conducción centralizada no pudo ser capitalizada por los grupos de ultraizquierda. El movimiento “Pase Libre”, que constituyó una eficaz instancia de coordinación de las primeras manifestaciones contra el incremento de las tarifas del transporte urbano, nun0ca pretendió ser una alternativa política. Esta particularidad dificulta tanto la negociación como la represión. No existen ni interlocutores para dialogar ni cabecillas para encarcelar.
Demanda social y respuesta política
Pese a las semejanzas, este fenómeno adquiere distinta coloración según cada realidad específica. Existe una diferencia cualitativa entre la “primavera árabe”, los “indignados” en Europa y lo que sucede en Brasil. La revuelta árabe es capaz de derrocar regímenes autoritarios. Los “indignados” europeos están condenados a naufragar políticamente en la indiferencia de una sociedad que no visualiza alternativas. Los manifestantes brasileños están situados a mitad de camino. No están en condiciones de voltear gobiernos pero sí de forzar un cambio de rumbo.
En ese sentido, lo de Brasil puede asemejarse a lo que ocurrió por ejemplo en Chile, con las manifestaciones multitudinarias por el tema del transporte público, durante la presidencia de Michele Bachelet, o de la educación durante la gestión de Sebastián Piñera o, más recientemente, con las protestas en Turquía, cuyo detonante fue la resistencia desatada por un plan de urbanización en Ankara.
Samuel Huntington, en su libro “El orden político en las sociedades en cambio”, publicado en 1968, explica que en las sociedades que tienen transformaciones rápidas la demanda de servicios públicos crece más rápido que la capacidad de los gobiernos para satisfacerla.
Rousseff captó el mensaje. Además de avalar la anulación del aumento de las tarifas del transporte, propuso un “pacto nacional” que facilite el incremento de los recursos destinados a la infraestructura de transportes, la salud y la educación.
Correctamente, la primera mandataria enlazó estos puntos básicos con otras dos cuestiones centrales: una reforma política, orientada “a ampliar los horizontes de la ciudadanía” y a combatir seriamente la corrupción gubernamental, y una “responsabilidad fiscal que garantice la estabilidad económica y el control de la inflación”, un flagelo que si bien no está formulado explícitamente subyace en las motivaciones de la protesta callejera.
Falta Deng Xiao Ping
El problema reside en que todas las enunciaciones de Rousseff tropiezan con un hecho de carácter estructural. Mejorar la infraestructura de transportes, el sistema educativo y los servicios de salud en un país territorialmente inmenso y de más de 200 millones de habitantes requiere inversiones verdaderamente cuantiosas. En Brasil, la tasa de ahorro interno y de inversión es extremadamente baja. La presión impositiva, que llega al 38% del producto bruto interno, es una de las más altas del mundo emergente y constituye una fuerte limitación a la competitividad internacional de la economía. El Estado no se encuentra entonces en condiciones de incrementar el gasto público sin provocar una estampida inflacionaria. Para satisfacer las nuevas demandas sociales, será necesario impulsar una apertura de la economía que permita atraer a una oleada de inversiones extranjeras.
Una característica de Brasil, que fue siempre su espíritu de continuidad, puede erigirse en obstáculo. Porque el sistema político brasileño está basado en un tácito consenso proteccionista y autárquico que incluye al mundo empresario paulista. Históricamente, dicho consenso se remonta a 1930, con el ascenso de Getulio Vargas y permaneció intacto durante 80 años, al margen de la alternancia entre los gobiernos y entre los regímenes militares y constitucionales.
En el escenario signado por la aceleración de la globalización, cuando Estados Unidos negocia un tratado de libre comercio con la Unión Europea, y en América Latina surge la Alianza del Pacífico, encabezada por México, interesada en forjar una asociación estratégica con los países asiáticos, Brasil no puede darse el lujo de reducir sus alianzas económicas a un Mercosur estancado y mucho menos a la retórica política de la Unasur.
Los manifestantes brasileños son lo suficientemente fuertes como para no poder ser desatendidos. Saben lo que quieren pero no conocen el camino para conseguirlo. Mao Tse Tung decía que el rol del liderazgo político es “devolver a las masas con precisión lo que de ellas recibimos con confusión”.
Brasil necesita a su Deng Xiao Ping, capaz de impulsar un giro copernicano para convertir a la cantidad en calidad, el tamaño en grandeza. Esto presupone un giro estratégico que ponga al país más importante de América del Sur, la séptima potencia económica global y la tercera del mundo emergente, detrás de China y la India, a la altura de las exigencias de la población.
La elite brasileña planificó el campeonato mundial de fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 como sendos eventos estratégicos para mostrar la irrupción de “Brasil potencia”, al estilo de la estrategia exitosamente empleada por China con los Juegos Olímpicos de 2010.
El rechazo al despilfarro en las obras para ambos eventos, más elocuente en un país calificado como la “patria del fútbol”, revela que los brasileños no se conforman con ser parte de una nación más fuerte e influyente, sino que quieren vivir cada vez mejor.

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