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sexta-feira, 19 de julho de 2013

LEOPOLDO ALAS, "CLARÍN" (1852-1901)











El hombre que prefirió escribir cuentos
Asombra escuchar a menudo que el género "cuento" no es codiciado por los grandes sellos editores españoles. El marketing español exige para su público "novelas". Los miles de euros de los premios apuntan básicamente a esta modalidad literaria.


Andrea Blanqué en El País - Uruguay

Quizás los propios escritores latinoamericanos hayan sentido de algún modo esta presión, aunque el lugar común es que la tradición cuentística en América Latina, especialmente en el Río de la Plata, no necesita de novelas.

Y en esto también apunta cierta rivalidad, como si la costumbre de producir y leer cuentos fuera más anglosajona (Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Katherine Mansfield) que ibérica, y que este hábito, por suerte, en los de este lado, parece haber sido mucho más asimilado.

Prejuicios.
Sin embargo, mientras Quiroga abrevaba en el naturalismo para hacer sus magistrales relatos, también los escritores españoles, tan cerca de París, de Inglaterra y de las nuevas tendencias artísticas europeas a fines del siglo XIX, leían con avidez a Zola, Maupassant y se conocían al dedillo Flaubert y Balzac.

La sensación de que el siglo XIX literario español es un amasijo romántico que no puede competir con sus pares europeos parece surgir del hecho de que, en verdad, el Neoclasicismo y Romanticismo español fueron el material que los nóveles escritores leyeron cuando comenzaron a gestarse nuestros países. Pero la independencia latinoamericana y, sobre todo, el Modernismo, hicieron girar el rostro hacia otras geografías.

Qué lástima, pues justamente son las tres últimas décadas del siglo XIX aquéllas en que la narrativa española aparece gigantesca y espléndida: el prolífico Pérez Galdós con su retahíla de memorables novelas, la gallega Emilia Pardo Bazán, no sólo con su famosa Los pazos de Ulloa, sino con sus numerosos y tremendos relatos breves que la convierten en una cuentista de primera línea. Sellando este trío aparece Leopoldo Alas, a quien todo el mundo conocía como "Clarín" por sus abundantes y temidos artículos críticos, pero en donde la novela, la nouvelle y el cuento encuentran el tono justo y ese especial estado de alma en donde se avizora el siglo XX.

Sepultureros.
Bien es verdad que los propios españoles han colaborado a enterrar a este trío mágico. Emilia, aunque condesa y católica, sentía una gran fraternidad con Zola, con Galdós (de quien fue durante años amante) y defendió, desde las tribunas de papel, la necesidad de un cambio rotundo en la narrativa, para que ésta mostrara el mundo y se dejara de retórica castellana. A través de "La cuestión palpitante" introdujo el debate teórico, y en él incluyó la cuestión de los derechos de la mujer como desde hacía siglos no se hacía en España, desde la autora barroca María de Zayas.

Galdós y Clarín fueron republicanos, liberales, progresistas y profundamente anticlericales. Apoyaron a la "Gloriosa", la revolución de 1868, que por primera vez trajo democracia a España. Luego vendrían el exilio de los Borbones y la efímera Primera República Española -aunque se reprimió con menos terror y menos sangre que la última-. Un pronunciamiento militar y luego otra vez un Borbón en ese trono tan discutido: nada menos que el nieto del tristemente célebre Fernando VII.

Cuando ellos escribieron, fueron extremadamente críticos con esa sociedad española reaccionaria y devota que una y otra vez resurgía luego de los pronunciamientos militares. "La España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía" -como decía Machado-, la España negra semejante a las capas de los curas flotando por las callejuelas de piedra de las ciudades castellanas o asturianas, fue motivo de ácida sátira en la literatura de fines del siglo XIX.

Por supuesto que supieron de censura -Clarín tuvo que publicar La Regenta en Barcelona porque en su propia ciudad, Oviedo, su novela no era bienvenida-. Y fueron bastante olvidados en el transcurrir del franquista siglo XX, desacreditados y, en el caso de Clarín, se le dio protagonismo a sus artículos críticos, como si su impresionante obra narrativa no contase.

El amor recobrado.
Luego de la muerte de Franco, la España progresista se enamoró de La Regenta, publicada en 1885. Muchos la consideran una obra maestra, aunque en vida de Clarín le espetaron que era una mera "traducción" de Madame Bovary. El rescate fue masivo: cursos enteros en las universidades analizando esta novela enorme, de treinta morosos capítulos donde se narra con extrema meticulosidad la desgracia de una mujer joven casada con un viejo chocho, que debe sufrir la maledicencia de una ciudad provinciana y en permanente letargo, Vetusta, seudónimo de la real Oviedo.

La Regenta además surge con fuerza en un contexto de novelas abocadas a presentar el adulterio como problema central del ser humano. Así como surge una Emma Bovary en Francia, sus compañeras aparecen en distintos puntos de Europa. Ana Karenina se lleva quizás el Gran Premio, pero muy cerca de La Regenta también está la adúltera inolvidable de El primo Basilio, del portugués Eça de Queirós. Estas heroínas hermanas mueren trágicamente; no así la Ana Ozores de La Regenta, que queda aplastada con toda su vida encima en el suelo de la Catedral, adonde ha ido a pedir consuelo al diabólico y sensual personaje más neurótico de la literatura española, el Magistral Fermín.

Fermo, como lo llama la madre, es un cura joven y ambicioso que, perdidamente enamorado de la señora más hermosa y malcasada de la ciudad, la acosa y vigila como un carcelero durante toda la novela, para abandonarla, lleno de odio e ira, en la última escena. Cuando esa mujer que tanto amó no es más que una perdida -pues toda la ciudad sabe de su aventura con Álvaro, el don Juan que mató en duelo al lelo marido- es el momento justo de rechazarla.

Los españoles adoran La Regenta entre otras cosas porque muchos tienen atravesado el anticlericalismo en la garganta, hueso que lleva siglos allí, sin moverse, más o menos como el latente republicanismo, que no acepta a la monarquía por más revistas Caras que le vendan.

Fermín, el magistral, es aun para un laico uruguayo del siglo XXI el personaje más fascinante de la novela. Repugna a veces, con la manipulación que hace de él su castradora madre, y también con la manipulación que él mismo logra en esa mujer profundamente bella y frustrada que es Ana Ozores, a quien su viejo marido ni siquiera le pudo conceder la semilla de un hijo. Es también un hombre sensual bajo la sotana, por cierto inquietante, cuando se divisan sus amoríos con las criadas que trabajan como esclavas en la casa del cura.

Teresina y luego Petra son chicas de cabeza gacha para todo servicio, con el beneplácito de la madre terrible, siempre vestida de negro, que no condena que su clérigo hijo tenga una amancebada, como ya es una tradición en la literatura española desde el decisivo Lazarillo de Tormes -quien termina con grandes cuernos casado con la criada-amante del último de sus muchos amos, un arcipreste-.

Pero lo que fascina tanto a los españoles es el alma de Ana Ozores, la protagonista, con su mezcla santateresiana de delirio místico y sueños eróticos. Ana cae en brazos de un mediocre y veterano donjuán, después de haber sido el único ser sensible de una ciudad de piedra. Una perspectiva moderna hace que tal vez este personaje femenino resulte algo inverosímil en su candidez y en su profunda ignorancia acerca de la maldad del mundo.

La apoteosis de La Regenta llegó con su adaptación en serie de tres capítulos de Radio Televisión Española (1995), una superproducción que costó tres millones de euros, cuidada hasta el más mínimo detalle. Protagonizada por Aitana Sánchez-Gijón, en el papel del corderito acosado por los lobos, y Carmelo Gómez, en el viril y a la vez autocastrado cura que termina a punto de ahorcarse con sus propias manos (más un Héctor Alterio espléndido en el papel de esposo engañado), es señal de los tiempos del gasto ilimitado de una España que ya no es tal, pero también de la reivindicación de sus clásicos decimonónicos, que tal vez el resto del mundo lee poco.

Conflictivo.
Leopoldo Alas fue famosísimo en su época como periodista, más que como creador. A pesar de que se ganaba la vida como catedrático enseñando Derecho, desde Oviedo enviaba a Madrid sus artículos que eran esperados temblando por todos los escritores que publicaban una nueva obra. Era un crítico no sólo severo, sino que su inmensa cultura y su estilo preciso lo hacían casi irrebatible.

Se dice que Clarín vivió durante mucho tiempo probando pistolas: en sus días era frecuente la práctica del duelo y mucha gente lo quería verdaderamente matar. Vivió en el momento más espléndido del periodismo: se publicaban periódicos por doquier, se leía con avidez aquello que opinaban los columnistas, y las polémicas llegaban a un tono de violencia que se ha perdido en el mundo contemporáneo. Fue la gran era del lector burgués, un burgués naciente en la España rezagada en la industrialización de Europa y su alfabetización, pero una tierra intelectual muy fértil donde los escritores vivían de su pluma y publicaban decenas de cuentos.

La Regenta lo lanzó a la palestra como escritor. Fue un éxito. Pero curiosamente no intentó repetir la hazaña. Luego sólo escribió una novela propiamente dicha, en 1890, titulada Su único hijo, totalmente distinta en su estilo y su temática, muy divertida y hasta perversa, con una galería de personajes sorprendentes que a cada capítulo traen un hecho insólito. Bien lejos está la precisa, corta y amena Su único hijo del dramón moroso y oscuro de La Regenta.

A pesar de la fama, la biografía de Leopoldo Alas no produce la impresión de un hombre contento con su destino. Su mal humor era famoso: escribía muy apartado del mundo en Oviedo (Asturias), en la casa de campo familiar, pero echaba a los niños de la familia a que se fueran a jugar lejos. No soportaba el menor ruido cuando estaba escribiendo: de hecho, sólo el sonido de las hojas secas pisadas o arrastradas por el viento lo sacaban de sus casillas. Escribía de un tirón, pensaba las historias previamente, y luego se lanzaba como un poseso a producirlas intentando no desconcentrarse.

En su último período de creación literaria, la década de 1890, abocado totalmente a la escritura de cuentos, realizó un prólogo a sus Cuentos morales(1896) donde sostenía: "los que más tienen que hacer en el mundo todavía, los jóvenes, no saben lo que deben hacer; y a los viejos, los que ya saben algo de la vida... lo que más les importa es saber morirse. Yo no soy viejo todavía; pero, como si lo fuera, porque ya no soy joven".

En 1901 se lo llevó la tuberculosis, a los 49 años, pero él ya presentía en esa última década que había cosas bien cerradas para él: el arte de hacer novelas y la necesidad de cambiar el mundo que tal vez lo había urgido a escribir La Regenta. En el prólogo citado sostiene "Yo soy, y espero ser mientras viva, partidario del arte por el arte, en el sentido de mantener como dogma seguro el de su sustantividad independiente. No hay moda literaria ni reacción que valgan para sacarme de esta idea. Sigo opinando que los libros no pueden ser morales ni inmorales."

Ni moral ni inmoral.
En su época lo acosaron profusamente de inmoral, porque además de su negro anticlericalismo -a la manera de Eça de Queirós en El crimen del Padre Amaro -fustigaba la inercia de las clases altas de provincia, las despreciaba por todos los costados e incluso en Su único hijo señala casi risueño una galería de vicios que pondrían verdes a los mojigatos católicos y monárquicos. Por ejemplo, de la terrateniente Emma Valcárcel -nótese el apellido elegido-, casada con el bonachón Bonifacio Reyes (un pobre escribiente de oficina, culto y romántico, pero que prefiere sacarse las botas para ponerse en pantuflas), se dice que Clarín ha creado el personaje más depravado de la literatura española. Emma es la heredera de una copiosa fortuna familiar y se encapricha en casarse con el amor de su adolescencia, "Bonis". Cuando mueren todos menos ella, lo hace buscar por todo el mundo para casarse con él. El matrimonio resulta extrañísimo, la mujer pronto se asquea de su marido, sumida en una hipocondría perpetua, y lo usa de enfermero hasta para las tareas corporales más pudendas. Lo maltrata, le grita, lo insulta, duda de su virilidad, pero cuando se entera de que él se ha hecho amante de una cantante de ópera que ha parado en el pueblo, la libido desbanca todas sus necesidades corporales que sentía: imaginarias, enfermizas y placenteras. Pronto pasa de usar a su marido Bonifacio, de masajista y doncella de tocador, a objeto sexual, con el cual toma la iniciativa de prácticas exóticas y extremas que le hacen descubrir tardíamente las delicias del sexo.

Pero como en la novela del siglo XIX, el adulterio está en el horizonte y todos se engañan mutuamente, sin descontar por supuesto el administrador de la finca, que roba a ojos vistas. Bonifacio, arrastrado por las "inmoralidades" que no había buscado, se enfrenta a la maternidad inesperada de su mujer, quien odia por supuesto ser madre. Como un coro griego, el resto de los personajes se burla más que nunca de Bonifacio, porque todos creen que su mujer se ha acostado con el tenor de la compañía. Bonis porfía que el bebé es de él, que el niño es su único hijo. Nadie lo toma en serio. Pero el narrador y el lector comparten un secreto: las largas noches que Emma imponía en la oscuridad a su marido, orgías de a dos, y que por cierto, a Bonifacio no le desagradaban.

Al fin, los cuentos.
Aunque la bondad de Bonis se rescata de la ciénaga colectiva, Su único hijo no es moral ni inmoral, tal como afirma Clarín en su prólogo. Entonces, el título Cuentos morales para la colección de relatos suena a una de las ironías típicas del autor que se eligió para sí mismo el seudónimo de "Clarín". Más adelante lo explica: "los llamo así porque en ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre.(...) No es principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior ni la narración interesante de virtudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad".

Es el Clarín que ya, probablemente, rumia la tuberculosis. Como a Chéjov, y a tantos, la enfermedad de los artistas parece haberle cambiado el registro de la voz. Entre las toses, quizás, surgió ese cuentista de la ternura, que si bien se alterna con el sarcasmo y la sonrisa ante seres verdaderamente patéticos, aporta a las anécdotas (siempre humanas, siempre creíbles, siempre protagonizadas por seres solos y olvidados) un deseo de algo imposible, el presentimiento de un mundo elevado y balsámico.

La sucesión de libros de cuentos en los últimos años de vida de Clarín muestra cómo el autor sentía que la vida era breve y, sobre todo, no tenía retórica posible. Aunque seguía siendo temido como crítico, va quedando poco de aquel al que retrataban las caricaturas con una pluma que perforaba como dardo a los pequeños escritores. Es un hombre que sufre, los médicos le dicen que no trabaje, que no se canse, en una palabra: que no escriba.

Entonces no hace más que trabajar en preciosos cuentos, que compone en series, en colecciones. Ya había publicado Pipá en 1886, pero en la década del 90 salen el conjunto de nouvelles Doña Berta, Cuervo, Superchería(1892), El señor y lo demás son cuentos(1893), Cuentos morales(1896), Doctor Sutilis(1896) y El gallo de Sócrates(1901).

Y aunque muy íntimos, son cuentos que muestran a los personajes en un entorno jamás idealizado ni degradado por cuenta del autor. El cuento "Adiós, cordera" es uno de los más populares en España, estudiado una y otra vez en escuelas y liceos. Es un ejemplo de sensibilidad sin sentimentalismo barato. La tal cordera del cuento no es un ovino sino una vaca vieja y, quienes la cuidan, en lugar de ir a la escuela, son dos niños asturianos del campo más verde que existe sobre la tierra. El destino de la vaca depende de las rentas no pagas de la familia trabajadora y miserable, y la Cordera termina vendida en un mercado, para que en Madrid los curas coman "chuletas". El cuento tiene un segundo final y es el del mellizo varón que, con el servicio militar, debe acudir a una de las guerras fraticidas que azotaron España en el siglo XIX , y que culminaron en el XX en la gran hecatombe de la Guerra Civil Española. Carne de cañón, la vaca y el chico.

La belleza y dulzura del cuento no ponen tonto al autor: claramente se muestra antibelicista, claramente le duele la corrupción de su país, donde los hijos de los "caciques" pagan para que sus hijos mimados no vayan a las guerras que ellos mismos provocan, y hacen que vayan los pobres chicos que nunca salieron de la aldea. (Hay otro cuento conmovedor con este tema, "El sustituto").

Pero el relato que más estremece de toda la obra de Clarín es "El dúo de la tos", en donde un hombre y una mujer tuberculosos, que jamás se ven pero se escuchan, aguardan la muerte en medio de las toses nocturnas, en un hotel que los alberga transitoriamente -como todo- con una habitación vacía entre ambos, frente al mar.

Sin embargo, el relato que más le gustaba al propio Clarín era la nouvelle "Doña Berta", difícilmente clasificable. Trata una vez más de una familia represora que aplasta a la hermana que debe permanecer pura en un lugar donde los hombres brillan por su ausencia, dado que a esa tierra tan perdida "no llegaron ni los moros ni los romanos". Y también Clarín inserta el lugar común romántico del militar herido (del bando contrario) que viene a pedir auxilio. La chica aristócrata lo cuida, lo cura, se enamora, y bajo un laurel pasa algo que no entiende pero que la hace intensamente feliz. El capitán debe ir a la guerra nuevamente, para no convertirse en desertor, donde, indudablemente, muere, y la chica da a luz un bebé a quienes los hermanos, según la costumbre, secuestran y dan en adopción, informándole a la recién parida que el bastardo ha muerto.

Pero luego de todos estos lugares comunes, que se narran con una sencillez extrema y una sonrisa en los labios, Clarín da un vuelco. Pasa de largo por la vida de Berta hasta llegar a la vejez: heredera de todo y con el hijo perdido. Un pintor reconoce en un retrato de ella, de juventud, un parecido asombroso con un militar muerto que él también ha retratado.

La búsqueda del cuadro es simplemente increíble. Lo que hace la vieja para ver el rostro de su hijo (ya muerto) y pintado en la batalla antes de morir, es demencial y a la vez muy planificado. Doña Berta se desprende de todo y se va a Madrid, golpea todas las oficinas para que le dejen ver el patriótico cuadro, se enfrenta a una ciudad gigantesca, cuando ha vivido toda la vida como los pájaros en un prado.

Pero logra ver el cuadro, al que mira intensamente, al que la vida le da la oportunidad de mirar. Todo el cuento, lleno de misterio, sin certezas, es tan sugestivo y ambiguo que apenas puede reconocerse a aquel autor de La Regenta, que con tinta negra retrataba un clérigo vil y a la vez víctima de toda la parafernalia de la Iglesia, de sí mismo, de España.

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