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quarta-feira, 21 de agosto de 2013

LA POESÍA Y LA MARAVILLA

por David Felipe Arranz en El Imparcial - España

No acertamos a explicar el hecho de que la poesía continúe siendo —frente al cine, el teatro, la narrativa o la música— la hermana menor de las artes. Es habitual escuchar del no “iniciado” en la senda de la lírica el comentario de que no le gusta porque no la entiende o que no le llama la atención porque no le “llega”. ¿Por qué si hasta mediados del siglo XIX la poesía ocupaba un lugar destacado en el escenario social como idealización de la realidad o explicación alternativa, hoy ha desaparecido por completo de la opinión pública? ¿Qué ha sucedido a lo largo del siglo y medio transcurrido desde el protagonismo de la obra de Lord Byron, Goethe, Espronceda o Bécquer en el discurso predominante de la sociedad europea?

Frente a la obra lírica, el lector vive una experiencia en la que el lenguaje corriente adquiere significados insospechados: su lectura, efectivamente, no es “fácil”. La oscuridad, el aura de misterio de la poesía, la tensión a que la poesía obliga al lector, que ha de hacer un esfuerzo extra de comprensión, hacen que los habituados a otros géneros y artes se rindan antes de empezar. Las figuras de la comparación y la metáfora eluden el término real, el comparado o recreado, para mostrar directamente esa imagen insólita que rompe las leyes de la lógica y que nos atrae a la vez que desconcierta. La lírica es capaz de unir lo que en la naturaleza se presenta siempre por separado: Jean Cocteau en Démarches d’un poète (1953) se declaraba partidario de un arte que fuese permanente anhelo de algo distinto.

La tensión disonante y el encuentro e incluso “choque” con el texto se cuentan entre los objetivos principales del arte moderno, que no busca precisamente que el receptor se sienta seguro. Hay poetas, como Dante, Petrarca y Góngora que se anticiparon a este sentido de la poesía modernidad, consistente en diferenciarse del lenguaje llamado “normal”. Ellos eran los radicales de su tiempo. Lo que les sucede e inquieta a los lectores no habituados a la poesía es que la ruptura entre el lenguaje coloquial es todavía mayor que en el teatro o la narrativa… y mucho más que en el caso del cine. Vivimos cada vez más plegados al tiempo exterior y atentamos permanentemente con el de nuestro interior, precisamente el tempo que es capaz de poner en marcha los mecanismos de lo conceptual. No perdamos de vista que la poesía es el lenguaje originario de la humanidad y la forma perfecta de expresión del esquivo sentimiento amoroso. El poema actúa a manera de caja de resonancia mística de nuestros orígenes arcaicos, de nuestro fuero interior y de nuestra fantasía, con esas regiones insondables que nos pueden llegar a producir escalofríos al vislumbrar nuestro caos o a experimentar gozosas epifanías al redescubrir nuestro potencial. Qué duda cabe de que el oído español aprecia en los versos de Machado, Lorca y Alberti la fascinación del eco del romancero medieval.

Para Friedrich Schiller el poema ennoblece, dignifica el afecto y su perfección abre un diálogo con el alma del lector o del receptor en un auditorio... y amplía su percepción. Ya lo decía Charles Baudelaire: “Hay cierta gloria en no ser comprendido”. Y en esto, el autor de Las flores del mal se adelantó a Luis Cernuda, que en Ocnos (1942) nos recuerda que esa incomprensión es acaso la condición indispensable de la poesía, en soledad “compenetrado mejor con la vida y con sus designios, trayendo allá, como quien trae del mercado unas flores cuyos pétalos luego abrirán en plenitud recatada, la turbulencia que poco a poco ha de sedimentar las imágenes, las ideas. Hay quienes en medio de la vida la perciben apresuradamente, y son los improvisadores; pero hay también quienes necesitan distanciarse de ella para verla más y mejor, y son los contempladores. El presente es demasiado brusco, no pocas veces lleno de incongruencia irónica, y conviene distanciarse de él para comprender su sorpresa y su reiteración. Entre los otros y tú, entre el amor y tú, entre la vida y tú, está la soledad”.

La prisa ha debilitado la conciencia artística del hombre, reducida cada vez más a una cuestión de software y de confusa red social por la implacable maquinaria tecnológica, cuyo ritmo lo marcan las grandes corporaciones: la adopción de las nuevas aplicaciones es instantáneo y obligatorio y aquellos que no se incorporen serán “rechazados”, excluidos del juego social de la era digital. Tal vez, la poesía no sea sino una cuestión de una amplia, aguda, inquieta, valiente e imaginativa minoría, un arma de defensa contra la vida cotidiana —como la definía Novalis—, una fiesta del intelecto, ese tejido jeroglífico que, lejos de buscar la comprensión, requiere de un receptor que crea, simplemente, en la maravilla.

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