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sexta-feira, 5 de dezembro de 2014

RÁPIDO Y PRONTO



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JAIRO VALDERRAMA V. (FACULTAD DE COMUNICACIÓN, UNIVERSIDAD DE LA SABANA, COLOMBIA)

En una llamada telefónica, una madre nonagenaria le insiste a su hijo que «venga rápido», y él llega a los dos días a Bogotá para cumplir fielmente el deseo materno.

«Dos días —dice ella— es mucho tiempo para venir a visitarme». «Tú me dijiste que viniera rápido, no que viniera pronto», aclara él, luego de dejar sus maletas con los distintivos de la empresa aérea que cubre la ruta hasta Sidney, Australia.
Una semana después, la misma madre llama a su vecina, de la misma edad, quien reside en una pequeña casa situada apenas a unos 40 metros de allí. A los diez minutos, la vecina está tocando a la puerta: «Ajá, Gertrudiz, ya llegué». «¡Caramba, mija, llegaste rápido!», dice la mujer anfitriona. «Nada de rápido, Gertru. Al contrario, me vine caminando muy lentamente, porque este bendito reumatismo no me deja, pero sí te aseguro que llegué pronto».
Hace muchos años, existía la costumbre en los pueblos y ciudades de salir hacia el mediodía del lugar de trabajo para ir a la propia casa a almorzar, beber un café y, en seguida, tomar una siesta. Minutos después de espantar a Morfeo (el dios de los sueños), los pausados trabajadores retornaban al sitio donde laboraban. La costumbre, que, según cuentan, se conserva en algunos municipios, estaba lejos de requerir la rapidez, pero a esta sí la envolvía la prontitud. Por supuesto, la cercanía entre los puntos de trabajo y de residencia favorecía estas acciones generalizadas, así como la poca cantidad de vehículos, de comercio, de diligencias, y la reducida extensión de las ciudades.
Ahora, con el aumento del tamaño (de todas las maneras) de las ciudades, la gente desea llegar más pronto y, por lo regular, llega más tarde, a pesar de movilizarse más rápido. Quizás (es solo un presentimiento), algunas personas supongan que las acciones rápidas son proporcionales a las acciones acertadas e inmediatas. La velocidad, se cree, dizque agiliza el desarrollo, porque lo confunden con el dinamismo. Por supuesto, estas dos ideas son distintas.
Muchos de los estudiantes prometen traer el trabajo pendiente en el menor tiempo posible. Sin embargo, las tareas son más exitosas —digo yo— si se hacen bien, no tanto si se hacen rápido. A pesar de todo ello, la aceleración de este ritmo de vida en la mayor parte de la Tierra lleva a que cada quien proceda más a partir del impulso que de la sensatez, y con ello aumentan las probabilidades de error.
Los mismos alumnos empiezan a padecer de angustia cuando fijan el cursor en algún ícono de su dispositivo electrónico y pasan tres segundos sin que este les muestre la información que buscan. «Este aparato está lento», proclaman, y se sienten más inclinados a la desesperación que a la paciencia. No quiero imaginar qué hubiese sucedido al mojar la pluma en un tintero para escribir una carta y esperar, luego, algunas semanas para recibir una respuesta de los destinatarios residentes en países del exterior: eran tiempos en que se pensaba para escribir.
Otra vez acudo a uno de los maestros por antonomasia, Sócrates. Él preguntaba a sus interlocutores, antes de iniciar cualquiera de sus famosas charlas, si contaban con tiempo suficiente para conversar, debido a la intención por dilucidar algunas verdades. Y esos Diálogos, escritos y compendiados por Platón, su discípulo, probaron que las más adecuadas compañías del pensamiento claro son la constancia, la paciencia y la tolerancia.
Mientras más distantes se encuentren las integrantes de este florido trío del ambiente donde intentamos razonar, mayor será también la posibilidad de cometer errores o de aferrarnos solo especulaciones para tomarlas como verdades. Eso mismo les pasa a quienes gritan en un estadio (¿aúllan?) o aplauden en el desenlace feliz de una película.
No lleguemos pronto; lleguemos a tiempo. No lleguemos rápido; lleguemos bien. Y, claro: también vámonos a tiempo.
Con vuestro permiso.

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