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quinta-feira, 16 de abril de 2015

PROFESIONES


El punzón del reportero

“Si Dickens viviera, sería reportero”, me dijo una vez Manuel Vicent camino a San Millán de la Cogolla




“Si Dickens viviera, sería reportero”,me dijo una vez Manuel Vicent camino a San Millán de la Cogolla. Era una mañana tibia, y viajábamos juntos para asistir a un encuentro cultural en aquel fascinante monasterio medieval de La Rioja donde fueron hallados los primeros vestigios del idioma español. Ya por entonces no le resultaba muy creíble abrir un libro y leer una primera línea que dijera: “Julia se sirvió una copa y caminó hasta la ventana”. La vida moderna, la intercomunicación instantánea, la chance de entrar fácilmente con Internet en mundos remotos o cotidianos, la facilidad para viajar a cualquier rincón del planeta, la masificación de la narración televisiva y muchas otras novedades del ultramodernismo le quitan de algún modo verosimilitud a la ficción decimonónica y dejan acaso al desnudo su impostura. El reportaje o la crónica novelada, en cambio, le parecían a Vicent el gran género literario del siglo XXI. Más allá de esta controversia provocadora y de que luego él mismo siguió nadando tozudamente contra la corriente y escribiendo novelas, lo cierto es que en la intimidad de ese corto viaje acaso me estaba comunicando el corazón de su credo estético.

Como Tomás Eloy Martínez, el autor de Desfile de ciervos sostiene que el periodismo y la novela se encuentran en un mismo nivel artístico si el reportero ejerce su oficio con talento literario y si es capaz de elevar su producto a la categoría de obra de arte. Vicent, sin embargo, no puede ser inscrito en la moda de la crónica actual, puesto que su trabajo es vanguardista: no pretende reconstruir la realidad, sino reinterpretarla mientras la va bocetando, como un Warhol de prosa magistral que no se niega a la imaginación. Este experimento fascinante conecta, a su vez, con su praxis de articulista. Las pequeñas piezas dominicales de Manuel, recogidas en varios libros, deben ser releídas hoy como lo que son: muestras de uno de los estilos más elegantes, agudos, melancólicos y ocurrentes de la literatura en castellano. Tal vez deban pasar muchas décadas para que esas acuarelas magníficas, que Borges no hubiera desdeñado precisamente por su excelsa ejecución, obtengan la centralidad que merecen. Sucede que por su carácter popular y efímero, el periodismo no suele agregar prestigio a un escritor, y también que el propio columnista tiende a minimizar sus pequeños experimentos. Este prejuicio recuerda a Discépolo cuando dijo: “Me pasé toda la vida haciendo tanguitos mientras trataba de escribir mi gran obra. Hasta que me di cuenta de que mi gran obra eran los tanguitos”. La anécdota conduce a las tablillas de Sorolla, que el maestro pintaba a espaldas de Clotilde para luego venderlas, hacerse de un dinero extra y gastarlo en placeres prohibidos. Esas tablas contienen, según el mismo Vicent observa, toda la libertad, la dicha de vivir y la pasión; por eso resultan tan limpias y puras. Lo mismo podría decirse de sus artículos, cruzados por la ironía, el lirismo, la ternura y la ferocidad. Como alguien apuntó alguna vez, Manuel “es partidario del estilo siempre que con ese punzón se pueda matar o ensartar la esencia de las cosas”.


Cierta noche, en la trastienda de una librería de Buenos Aires, mientras comíamos un asado criollo, lo nominé el Santo Patrono de los columnistas latinoamericanos

Cierta noche, en la trastienda de una librería de Buenos Aires, mientras comíamos un asado criollo, lo nominé el Santo Patrono de los columnistas latinoamericanos y le pedí que me contara los secretos de su arte. Me juró que jamás elegía por anticipado el tema que trataba cada domingo, dado que esa premeditación le quitaba de algún modo el sueño y la libertad creativa. Al llegar al viernes, cuando los editores esperaban ansiosos su entrega semanal, Manuel Vicent se despertaba temprano, caminaba un kilómetro hasta el puesto de diarios y regresaba a pie, hechizado por los ruidos y los colores de la mañana. Su empleada de toda la vida le preguntaba siempre lo mismo: “¿Desayunará usted hoy, don Manuel?”. El caballero español asentía y se abocaba al café y a las tostadas mientras leía los periódicos. Luego se duchaba, se vestía con finura y se sentaba frente al teclado a las once en punto. En ese instante crucial, con las antenas alertas, Vicent esperaba que el asunto viniera a imponerse y que se escribiera en trance durante 60 minutos exactos. Ignoro si continúa con la misma metodología, pero lo cierto es que el resultado sigue siendo deslumbrante. En esas trescientas palabras ejerce muchas profesiones: filósofo, analista político, costumbrista, historiador, humorista, melómano, pintor y poeta. Ha sido capaz en sus notas de narrar novelas brevísimas, y me pregunto si alguien ya estudió el articulismo moderno como una de las formas evolutivas del cuento. Destinados a la lectura del día y al olvido inmediato, pero con pinta de volverse inmortales, esos apuntes encierran la clave de este artista. Que un domingo estival definió los requisitos existenciales de todo gran escritor: “Conocer a fondo el alma humana, no sorprenderse de nada, estar de vuelta de todo, pero conservar siempre la virginidad en la mirada ante cualquier tragedia, villanía, heroísmo o golpe de fortuna que acontezca en la vida, y contarlo como si sucediera por primera vez”. Manuel Vicent cumple con todos esos requisitos. Y con creces.
Jorge Fernández Díaz es escritor y periodista argentino, autor de Mamá (RBA) y El puñal (Planeta)

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