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sexta-feira, 28 de agosto de 2015

PERILLÁN

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Palabras con mucho cuento: «perillán»

POR M. ÁNGELES GARCÍA
C


ierto es que nadie, hoy en día, a no ser que tenga ya una edad y las canas pueblen su testa, use la palabra que hoy nos ocupa. Pero hubo un tiempo en que «perillán» llenaba las conversaciones de unos y de otras, y en las calles de aquella España tan escarnecida por hambres y guerras, muchos perillanes se buscaban la vida.



«Perillán», para entrar en situación, es un adjetivo usado más en su forma masculina que significa «persona pícara, astuta». Pero como todo tiene un origen, el de esta palabra se remonta al siglo XIII, y alude en realidad a un nombre propio: Per (Pedro) Illán (Julián).

No debieron ser muchos los logros de este hombre que vivió en Toledo y del que solo se conoce la fecha de su muerte (1247). Como muchos en su época, dedicó su vida al servicio del rey y de su ejército, al que se entregó con pundonor. Y debió de ser un hombre orgulloso. Tanto, que no podía soportar la idea de que alguien le pisara siquiera después de muerto. Así que pidió al rey, como recompensa por los años y servicios prestados a la corona, ser enterrado en alto en la catedral. Y lo consiguió. Vaya que si lo consiguió. Su sepulcro se halla, según explica Felipe Monlau en su Diccionario etimológico, en la capilla de Santa Eugenia de la catedral de Toledo.

No hay crónicas que cuenten cuánto debió costarle al buen Pedro (o Per) conseguir su propósito, pero a ciencia cierta que se valió para conseguirlo de mucha astucia, mucha maña y mucha insistencia. Como la anécdota trascendiera y llegara al pueblo, pronto empezó a llamarse perillán a cualquier hombre que se caracterizara por ser «mañoso, cauto y sagaz en su conducta y en el manejo de sus negocios» y, en general, a todos los que conseguían sus propósitos por descabellados que fueran.

Pero como el tiempo va pintando las palabras con otros tonos y colores, los perillanes acabaron convertidos en pícaros unos siglos más tarde, puesto que también estos debían poner a funcionar toda su astucia para sobrevivir en la mísera España de los Siglos de Oro.

Aunque se cargó de connotaciones negativas en su viaje a través del tiempo, sin embargo no deja de ser una palabra simpática. Quizá porque ya solo se la oigamos decir, con apenas voz, a nuestro abuelo, cuando le visitamos de tarde en tarde. «¡Ay, perillán!», nos dirá con ojos tristes, mientras nos da cariñosas palmaditas en la cara. Como la misma palabra, también él se va muriendo.

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