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quarta-feira, 31 de dezembro de 2008

EL ATROZ ENCANTO DE SER ...TRADUCTOR


LA TRADUCCIÓN EN ARGENTINA
Traduttore, traditore (traductor, traidor), el refrán italiano sintetiza la idea de que toda traducción es forzosamente infiel y traiciona el pensamiento del autor original. Lo cierto es que los traductores rara vez salen bien parados en las comparaciones.
No obstante, a este oficio se lo reconoce como uno de los cuatro formadores de la conciencia lingüística de estos tiempos. Los otros son: la política, el periodismo y la publicidad. Pero la realidad es dura con ellos. Hoy, a lo máximo que llega en una reseña bibliográfica es a merecer, al final, antes de la mención del número de páginas una semblanza del tipo Correcta la traducción de Fulano. Y pocos son los que, como Gregory Rabassa, en el caso de García Márquez; o Norman Thomas Di Giovanni, en el de Borges, son citados como fuentes prestigiosas y de autoridad. Sin embargo, ellos persisten, obstinadamente, en ejercer su sacerdocio.
Se sospecha que una traducción correcta hubiera evitado la bomba de Hiroshima. Cuando Truman, Stalin y Churchill conminaron al Japón a rendirse, los japoneses contestaron: Mokusatsu (Nos reservamos cualquier comentario al respecto). Los traductores informaron, erróneamente, que quería decir Rechazamos el ultimátum, y después, ocurrió lo que es vox pópuli.
"Un traductor debe ser desconfiado, cauteloso, no puede tener una relación ingenua con las palabras. Debe defenderse de la magia del lenguaje, aunque eso es, precisamente, lo que lo llevó a elegir lo que muchos de ellos catalogan como una profesión esquizofrénica", describió alguna vez Jorge Luis Borges.
El traductorado, el interpretariado y el secretariado son tres carreras distintas con dos importantes puntos en común: el progreso técnico ha modificado profundamente sus condiciones de trabajo y las tres figuran entre las opciones seguras que seguirán existiendo en la primera mitad del siglo XXI.
Se estima que el 70 por ciento de los libros que se lee en el país -el promedio es de dos libros por año- son traducciones, y de esa cifra, el 90 por ciento proviene del inglés. Los idiomas más solicitados son: inglés, alemán, castellano e italiano.
En los últimos años se advirtió una escalada del japonés y el ruso. El francés, en cambio, tuvo un fuerte descenso, porque es más barato comprar lo poco que se escribe directamente traducido al español desde España.
Los traductores literarios y públicos, cuyos métodos de trabajo fueron afectados profundamente por las computadoras, los diccionarios electrónicos y la telemática, suelen especializarse en traducción de obras para editoriales, traducciones comerciales, científicas y técnicas (folletos e instrucciones de uso de productos y máquinas). Este último grupo es el más numeroso y requiere un buen conocimiento de la especialidad.
Son pocos los argentinos que saben qué hace un traductor público y, muchos menos, los que reconocen esta tarea como una profesión independiente, igual que la de abogado o escribano. Los traductores públicos estudian cuatro años en alguna de las universidades donde se dicta la carrera. Al egresar, obtienen un título que los habilita para traducir todo documento que se presente en idioma extranjero ante entidades u organizaciones públicas y ejercer como intérpretes en juicio. Al menos, eso señala la ley 20.305, aunque no todas las reparticiones públicas saben que esta norma existe y que tiene plena vigencia.
A pesar de la falta de reconocimiento, en la ciudad de Buenos Aires hay 4300 traductores matriculados en 33 idiomas extranjeros.
Es probable que la Argentina tenga el más alto índice de traductor público por habitante del mundo occidental: uno por cada ocho mil personas. Países como Suecia, con gran intercambio comercial y una lengua minoritaria, cuenta tan sólo con 1 traductor cada 28 mil habitantes.
Últimamente, los traductores públicos vieron incrementar su trabajo por las centenas de certificados de matrimonio y partidas de nacimiento que debieron presentar quienes tramitaban su ciudadanía en la embajada italiana. El Mercosur también aportó mayores oportunidades a los traductores de portugués. La apertura de la economía "contribuyó a que se revalorice la función del traductor en el desarrollo económico del país", se escucha decir en el Colegio de Traductores Públicos.
Si bien esta institución de la ciudad de Buenos Aires tuvo un ingreso, según el último balance, de más de 600.000 pesos -equivalente a 57 mil traducciones-, se ignora cuántos profesionales viven exclusivamente de su trabajo. Muchos consideran que el 90 por ciento de ellos debe completar sus ingresos con otras labores, en su mayoría vinculadas con la enseñanza de idiomas o tareas administrativas. La desregulación y la casi inexistencia de aranceles, provocaron abismales diferencias a la hora de pagar una traducción. Una partida de nacimiento traducida al castellano puede costar desde 9 pesos hasta 25, según el profesional.
Según Ricardo Naidich, editor de la revista Idiomanía, "no hay remuneraciones reguladas para traductores e intérpretes. Todo se rige por oferta y demanda. Es así que cerca de Tribunales, en cualquier quiosco que haga fotocopias, se ofrecen los servicios de un traductor público, que lógicamente se llevará un porcentaje mínimo de lo que el dueño del local le cobre al cliente. Quienes subtitulan un film reciben alrededor de 50 pesos y quienes trabajan en editoriales, bueno, dependen de lo que les quieran pagar los editores... Exceptuados los traductores de renombre que, tal vez, reciban mejores estipendios".
¿Para qué sirve un traductor? "En realidad, todos somos traductores. Traducimos cuando caminamos por una ciudad desconocida. Traducimos cuando leemos el Quijote o una novela de Balzac, o cuando miramos un cuadro del Renacimiento -sostuvo el escritor, traductor y crítico literario Enrique Pezzoni-. El hombre está hecho con códigos lingüísticos, culturales, ideológicos, y trata de recuperar, entender, discutir o admirar los códigos de otros tiempos. Hay, claro, hombres más traductores que otros: los que hacen de la traducción su profesión."
Existen los traductores ocasionales que, cada tanto, traducen una novela o una antología de poesía. A veces se trata de escritores que traducen a otros escritores, y de esa experiencia pueden llegar a extraer enseñanzas para su trabajo personal.
Como Borges, traductor de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, y Un cuarto propio, de Virginia Woolf; o Julio Cortázar, del Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, y de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
También están los traductores full time. Son buenos, y en la mayoría de los casos no trabajan por debajo de un cierto importe (las editoriales argentinas pagan entre 15 y 20 pesos las mil palabras), y por esa razón nuestras editoriales, a menudo, recurren a ellos, pero mucho más a menudo tratan de evitarlos, haciendo uso del tipo de traductor principiante, para abaratar costos.
"Quien ha hecho la experiencia de traducir sabe cuán solitaria y obsesiva es esta actividad -expresa el escritor César Aira-. El que vive sólo de la traducción se aísla de la gente y termina teniendo la actitud de un orgulloso solitario. El traductor es, por lo general, una persona inclinada a pensar que la traducción es una mística y que él es el sacerdote."
Algunos traducen lo que se les ofrece, desde libros de cocina hasta antologías poéticas. Otros seleccionan, en la medida de sus posibilidades, aquello por lo que experimentan algún vivo interés. Muy frecuentemente se encuentran atrapados en la prosa o la poesía de un autor que los conmueve y, entonces, se transforman en sombras que viven una vida gregaria, como parásitos que se aferran a un animal muy grande. Pero también gozan de ciertos privilegios, como decía el escritor italiano Antonio Tabucchi, a propósito de su actividad como traductor del poeta Fernando Pessoa: "El lector ve al escritor de smoking; el traductor lo ve en pijama".
La traducción, en la Argentina, es una profesión anónima y mal paga, como lo expresó meses atrás, en una dolida carta a La Nacion, la escritora y traductora Alicia Steimberg, Premio Planeta 1992. Traductores ocasionales, full time y diletantes compiten en el mercado editorial sin una institución que los ayude. Ellos mismos dan cuenta de cómo viven y cómo son explotados.
¿Dejarán de existir cuando los libros puedan ser traducidos mediante una computadora? Tanto Marcelo Cohen como Elvio Gandolfo, reconocidos profesionales del medio, coinciden en que es poco probable ese reemplazo. "Lo que pueden hacer las máquinas puede ser algo muy bueno, aunque nunca exactamente igual a lo que hago yo", opina Cohen. De la misma manera que existen distintos tipos de lectores, Cohen cree que siempre van a existir editores que prefieren libros traducidos por un determinado traductor y no por una máquina.
"Es decir, mientras las máquinas no sean capaces de pensar no va a aparecer el fenómeno de la sensibilidad y ya sabemos: sin sensibilidad no hay emoción", señala socarrón.
"Hasta que no pueda concebirse una computadora que diga hoy me levanté deprimida, ninguna máquina va a poder reemplazar al traductor", afirma Gandolfo.
Antonio Bonanno traduce del inglés y del italiano, es full time y vive de la profesión desde 1967. Trabaja para las editoriales Atlántida, Losada y Errepar. "Mi labor -aclara- apunta especialmente a dos géneros: la literatura y los ensayos. En más de tres décadas traduje tanto que es difícil discernir entre los mejores autores y textos. Puedo mencionar a Washington Square, de Henry James; Diario, de Katherine Mansfield; El club de los suicidas, de Robert Stevenson; Expreso de Medianoche, de B. Hayes; El cambiante mundo del ejecutivo, de Peter Drucker, como las más destacadas. Numerosas reseñas y críticas bibliográficas omitieron totalmente su nombre. "Yo creo que, en la Argentina, al traductor no lo tienen en cuenta porque es algo que viene de siempre. Es una especie de personaje anónimo, aunque creo que, de alguna manera, los traductores mismos fomentamos ese comportamiento: perfil bajo, actitud taciturna."
Indica que la seriedad es la principal característica que debe tener un buen traductor, más allá de talento para hacerlo. "Hay que conocer el idioma extranjero y, ni que hablar, la lengua a la que uno traduce. Pero no basta con saber un idioma a la perfección, ser un lector consecuente es también vital para saber interpretar artilugios de la escritura. Cada profesional tiene su método -explica Bonanno-. Yo prefiero no leer el libro antes y voy traduciendo a medida que leo. Lo hago para ganar tiempo y, además, para que la historia del libro me sorprenda." El tiempo de trabajo es relativo, pero la media de un libro de 250 páginas puede insumir veinte días de trabajo, siete horas diarias, todos los días, incluidos sábados y domingos.
"Esta actividad es ardua: nunca estás en la piscina descansando, siempre estás remando contra la corriente", concluye Bonanno.
Susana Mayer es traductora pública, con una inclinación hacia lo literario. Hace 13 años que ejerce la actividad, traduciendo textos del alemán al castellano y viceversa, indistintamente.
"Claro que siempre es más costoso traducir a la lengua extranjera, pero no tengo demasiados problemas -destaca-. Hablo inglés, francés y portugués. Por eso hago todo tipo de traducciones: desde jurídicas, técnicas, pasando por certificados, novelas, cuentos, hasta etiquetas de alimentos importados. Obviamente, prefiero aquellas que tengan un matiz humanístico. Pero no son estas traducciones con las que se puede vivir."
Mayer tradujo a Franz Kafka (Carta a sus padres), Walter Benjamin (Cuadros de un pensamiento), Stefan Zweig (Biografía de Freud), un libro de cartas, en alemán (Queridísimo Simenon, Mi querido Fellini), entre otros.
Sensibilidad y paciencia son, para esta mujer de 34 años, dos atributos que no deben faltar en un traductor literario; mientras que la precisión es un requisito sine qua non para un traductor público. Hija de alemanes, Mayer sostiene que trabajar con ese idioma es un arma de doble filo. "Por un lado hay menos competencia y, por otro, poca demanda."
En cuanto a la orfandad de este trabajo en el nivel gremial, opina que "la profesión está bastardeada por las mismas editoriales que apelan a argumentos variados y absurdos como la cultura se paga poco, si no mirá lo que ganan los docentes o la industria editorial en la Argentina anda mal y nosotros vamos a pérdida. Tampoco falta el hiriente: Tomalo o dejalo".
Marcelo Cohen, en sus 27 años como profesional, tradujo más de setenta libros. Actualmente coordina para la Editorial Norma la traducción de las obras completas de Shakespeare, una empresa realizada por diferentes traductores de América latina y España. "Por este trabajo -hace saber-, la editorial paga 17 dólares la página, una tarifa digna. Pero debe tenerse en cuenta que, por día, pueden traducirse entre 3 y 5 páginas, no más. No está mal teniendo en cuenta que la vida de los traductores no es más que un pálido reflejo de las miserias cotidianas del país. Tengo varias ocupaciones, pero en determinado momento de mi vida, no sé por qué, decidí que éste era el trabajo que más me convenía para ganarme la vida." Cohen dice que el emprendimiento de traducir a Shakespeare fue una iniciativa suya rechazada por varias editoriales, "por considerarla poco rentable. Para mí no sólo es un desafío importante, sino una aventura cósmica apasionante".
En cuanto a la relación con las editoriales, es tajante: "Ningún traductor debe casarse nunca con una editorial, porque los editores te traicionan y te dejan en la vía. No por maldad, sino porque son hombres de negocio".
El traductor, para Cohen, tiene virtudes de distintos órdenes.
"Están las del talento, relacionadas con el oído, absolutamente esencial. También creo que hay que tener golpe de vista, muy importante para reordenar las frases, a veces cortas, medianas u horriblemente extensas, según el escritor. Después están las virtudes del orden, de la responsabilidad. Uno debe ser humilde y consultar permanentemente los diccionarios, porque las palabras tienen muchas acepciones. Además, el traductor debe hacerles caso a todos los sistemas de alarma interiores: pensar las frases, por lo menos dos veces." El trabajo del traductor, como se ve, es una lucha, "y si uno vive u obtiene la mayor parte de sus ingresos de la traducción -manifiesta-, debe saber que no tiene vacaciones, ni aguinaldo, ni obra social. Y tiene que estar pendiente de su próximo trabajo: porque diez o quince días sin un libro constituyen un agujero grande en la entrada mensual".
Que buena parte de los lectores argentinos ignoren estar leyendo una traducción es un hecho que a Cohen lo mortifica, "porque el nombre del traductor no suele figurar en las críticas de los diarios, y muchas veces tampoco aparecen en los libros. El común de la gente no se lo debe ni preguntar.
"Es inconcebible que la mayoría de los críticos, que en muchos casos no saben idiomas, obvien este punto. No conozco ningún crítico, además, que se tome el trabajo de cotejar la traducción con la versión original, que es lo que debería hacer si ganara medianamente bien." Alicia Steimberg traduce del inglés desde hace 30 años. Entre los autores más importantes que trasladó al castellano figuran Isaac Bashevis Singer, James Hardley Chase, Raymond Chandler y Robin Cook. La escritora cree que a los traductores se los considera "amateurs estéticamente sensibles o artesanos talentosos, pero no escritores críticos, capaces de desarrollar una conciencia lúcida de las condiciones culturales y sociales de su propio trabajo". Con el fin de comparar, Steimberg sostiene que "en los Estados Unidos, el nombre del traductor es apenas más chico que el del autor y se publica, también, en tapa, porque dicha versión es del traductor. Como si fuera poco -agrega-, en la contratapa aparece un breve currículum revelando el valor que tiene allí una traducción. En pocos países, como la Argentina, ocurre esta especie de olvido, de desprecio instalado como costumbre".
Los editores tampoco son evadidos por la autora de Amatista.
"Ellos no tienen en cuenta que, si no es por el traductor, las versiones no existirían. El disfrute en castellano de una obra literaria lo brinda una buena traducción. Para mí, lo más importante, incluso más que el dinero por cobrar, es que figure el responsable del trabajo: es un reconocimiento para el traductor y un acto de lealtad para con el lector."
En términos generales y con una dosis de escepticismo, Steimberg opina que "no sólo no se puede vivir de las traducciones en la Argentina, tampoco se puede vivir de escribir ni de enseñar. La de traducir es una actividad que una hace de yapa, sólo por amor al arte; de otra manera, no se explica cómo hay tantos traductores en el país".
Resultaba inevitable una evocación de la época de oro de las traducciones, en tiempos de la Editorial Sur, fundada en 1933, por Victoria Ocampo. "En aquel entonces -dice-, todos los traductores eran escritores, periodistas, editorialistas o críticos: Enrique Pezzoni, José Bianco, Jorge Luis Borges, Aurora Bernárdez, Julio Gómez de la Serna o Francisco Ayala eran identificados con nombre y apellido en la página impar, debajo del título de la obra y del nombre del autor.
"Por entonces -continúa-, era prestigioso ser traductor y hacer conocer al lector argentino el otro idioma. De algunos de aquellos profesionales se ha dicho que constituyeron una secreta tradición de traductores argentinos."
Elvio Gandolfo es escritor, narrador, crítico de libros y de cine, y traductor, desde 1968, del inglés y el francés. Trabajó para la mayoría de las editoriales: Sudamericana, Emecé, Norma, Colihue y Losada. "Me gusta escribir, pero vivo de las críticas y de las traducciones -aclara de entrada-. En esta tarea no existe la exclusividad, hay que rebuscárselas permanentemente, por eso a veces logro subsistir trabajando sólo para editoriales españolas o chilenas."
Gandolfo transita ambas veredas: la de crítico y la de traductor.
"Cuando hago una crítica y la traducción vale la pena, menciono al traductor. En Estados Unidos se lo nombra porque allá no es habitual una traducción; es una cultura que se autoabastece. Lo destacan porque se trata de una rareza; allí no existe la curiosidad ni les interesa saber cómo escriben otros autores, más allá de García Márquez. Por esto el traductor es respetado y se lo trata como al oro", explica.
El escritor cuestiona la actitud de las editoriales. "Nos faltan el respeto pagando una miseria. Además se cobra sobre la base de una sola edición; ni soñar si la obra es un éxito y se imprimen varias ediciones. Una vez -mastica bronca- tuve una ingrata experiencia con una editorial que le vendió a otra española mi traducción del libro Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O´Brien. No sólo ni me avisaron de la venta, sino que la editorial española usó mi traducción y no cobré un peso." Para redondear, Gandolfo afirma que los traductores argentinos no están organizados, "por lo tanto, no tenemos derecho al pataleo. Somos muy carneros, no nos vamos a arriesgar a tener un problema con las editoriales que son completamente rosqueras (sic), que se apoyan mutuamente. Si sos un tipo cuestionador del sistema, te cierran las puertas. Y como hay traductores a granel, siempre existirá mano de obra desocupada que hará el trabajo sin chistar y por menos plata".
Extraido de “La Nación” Bs. As.
Texto: Javier Firpo

Penurias economicas
• El tema de la retribución es una constante en cada uno de los entrevistados. "Por el libro de 224 páginas Agua pesada, de Martin Amis, me pagaro n 1500 pesos, o sea 6,70 pesos por página. Y eso que yo cuento con un plus especial -explica Alicia Steimberg, que traduce cuatro páginas por hora-. Las editoriales argentinas tienen una tarifa fija, así se trate de un best seller. En cambio, en los Estados Unidos, los traductores reciben un porcentaje por los derechos de venta."
• Elvio Gandolfo es más drástico. "Preferí abandonar mi trabajo en dos editoriales porque me pagaban 10 pesos las mil palabras, cuando el pago, malo, pero institucionalizado, es de 20 pesos.
"Una persona que sólo vive de la traducción termina haciendo su trabajo mal porque no puede, por una cuestión de tiempo, investigar a fondo. Traducir y nada más equivale a permanecer encadenado a la computadora. Yo viví durante cuatro años de la traducción y me hastió. Fue en la época de la plata dulce, cuando con dos libros traducidos podías pasar las vacaciones en Los Angeles o Nueva York."
• Cierta vez, antes de ponerse a traducir un libro, la políglota Susana Mayer sacó el cálculo de que iba a cobrar 4 pesos la hora. "Planteé la situación en la editorial y me contestaron, con total liviandad, que todos pagan lo mismo y que si estaba descontenta había cientos de traductores esperando por un trabajo."
• Marcelo Cohen trabaja siete horas diarias y en términos monetarios esto significa unos 60 pesos por día. "Ojo que no siempre se puede traducir la misma cantidad de páginas. A veces te dedicás sólo a corregir, o tenés que ir al médico o hacer un trámite, y ese día no te lo paga nadie. Aquí las editoriales no sólo liquidan poco, además te bicicletean."
• Antonio Bonanno declara: "Esta es una labor de perfil bajo y escasa remuneración. Creo que son pocos los jóvenes de hoy a los que se les cruza por la cabeza la posibilidad de estudiar traductorado. Mi media de mil palabras por hora (tres carillas tamaño carta) las facturo 15 pesos. Claro que en este segmento no está contemplada la revisión, corrección y relectura del trabajo. Pero la paga es muy relativa: algunos abonan la línea, otros el espacio y otros la página. Cuando era más joven discutía, protestaba; ahora, por salud, desistí de hacerlo. No es infrecuente que cobres algunos trabajos hasta cinco o seis meses después de entregado el material".

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