Y, cuando despertó, el español todavía estaba allí, con sus cosillas.
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POR ÁLEX HERRERO
Cada vez me resulta menos sorprendente escuchar frases como «¿Has visto qué patadas le meten al idioma?», «¿Y es que esta gente que solo sabe inventarse palabras?» o «¡Hala, otro anglicismo! A ver si con el brexit y el murito de Trump dejan de invadirnos el idioma», y yo, desde hace un tiempo, me he currado una respuesta escatológica a la par que molona: «No creas. Antes hablábamos como el culo, ahora hablamos que te cagas».
Muchos no saben qué responder y cambian de tema, otros sonríen con cara de póker y unos poquitos —no más de dos personas en un grupo de doce tomando cervezas— se atreven a preguntarme por qué pienso así.
Son muchas las ciudades que en los albores de su fundación construían aquí o allá sin tener un plan de ordenación urbanística ni nada por el estilo; el pueblo edificaba, derribaba y volvía a edificar según les interesaba: la iglesia, en el centro; el bar, cerca;el ayuntamiento, al otro lado… Sin tener en cuenta que con estas acciones estaban creando la estructura. Pero nada es eterno, y muchas veces las ciudades tienen que crear planes de urbanismo, reorganizarse o trasladarse por falta de espacio o porque algunos edificios o barrios dejan de tener un sentido práctico. Y esto es lo mismo que sucedió con el español: esta pronunciación es más difícil que encontrar ropa de nuestra talla en rebajas, o no la utiliza ni Jordi, o ya no se utiliza con el significado de antaño.
En este caso, el primer toque de atención a la forma de hablar y escribir lo que sería más tarde el español tuvo lugar hace un montón de años —incluso dos montones—, entre los siglos iii y iv d. C., cuando los habitantes de Roma, que hablaban un latín algo diferente al que aprendimos en el instituto, se toparon con una obra bastante curiosa: el Appendix Probi, una lista de errores ortográficos y de pronunciación en latín con las correspondientes formas consideradas correctas, que fue redactada por un gramático posterior a Marco Valerio Probo.
Por ejemplo, el gramático insistía en casos como «diga camera, no cammara; tabula, no tabla; mensa, no mesa…», y otros muchos que hoy damos por supuesto que son correctísimos. Interesante, ¿verdad? Sin embargo, también puede que nos llamen la atención otros del tipo «diga articulus, no articlus; aquaeductus, no aquiductus; pavor, no paor…».
La ciudad del español se fundó sobre los pilares de distintos idiomas y dialectos —principalmente el latín y árabe— sobre los que se levantan distintos edificios: verbos, adverbios, sustantivos, adjetivos… Los cuales se emplazan en un lugar o en otro según los planes de ordenación lingüística —para entendernos—: la gramática y la ortografía.
Estos edificios cambian según las necesidades de los vecinos. Por ejemplo, hace muchos años varios franceses quisieron comprar una palabra en la que veranear y hacerle una buena reforma por dentro y respetar la fachada, porque era lo suficientemente bonita para respetarla y mucho más barato y sencillo que hacer una nueva. Es el caso de lívido —que no se debe confundir con libido—, que hasta finales del diecinueve significaba estrictamente en español ‘amoratado’ y que, por la influencia de los nuevos inquilinos en los vecinos, también pasó a significar ‘intensamente pálido’, aunque al principio la Real Academia Española rechazara ese sentido. A día de hoy encontramos ambos sentidos en nuestro diccionario.
Es curioso que, en muchas ocasiones, a la hora de remodelar edificios, nos hemos pasado con la capa de yeso y hemos corregido —más de lo necesario— términos que no hacía falta corregir y que hoy están más que asentados, como la palabra cocodrilo (del latín crocodilus) e incluso, según distintas hipótesis, el propio sustantivo español.
Al igual que en nuestras ciudades físicas, en las de los idiomas también hace falta crear o adaptar nuevas palabras que designan realidades distintas que antes no teníamos —o que no nos hacían falta— y a las que llamamos neologismos: internet, pizza, hackear, remover…
Según lo anterior, podríamos preguntarnos: «¿Significa eso que todo término ajeno al español debe quedarse?». La respuesta es clara: no.
Al igual que muchas personas se van de vacaciones unos días y luego se marchan, o trabajan en un lugar concreto durante una temporada, algunostérminos vienen para pasar quince días metafóricos en el español y, más tarde, volver a su idioma correspondiente o a compartir significado con otro término y nadie lo vuelve a echar en falta.
Sin duda, estas palabras que llegan a nuestras conversaciones y diccionarios son los nuevos edificios que hermosean nuestro idioma actualmente —y que lo harán durante muchos años— y se adaptarán a las necesidades que tenemos los hablantes para comunicarnos de forma adecuada.
Dado que el español es una ciudad viva, atrevido lector, te diré dos cosas: no tengas miedo a construir, revisar y disfrutar de las palabras del español y no te olvides de que los jornaleros del idioma también pasamos sed y una cerveza siempre será bienvenida.