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sábado, 18 de maio de 2013

LA LENGUA VIVA


Origen incierto de algunas palabras
Amando de Miguel


Está muy claro que lo de las etimologías es algo que apasiona a los españoles, por lo menos desde San Isidoro de Sevilla. Como se trata de una ciencia poco exacta, cada uno puede echar su cuarto a espadas. Marcos (desde el Perú) se pregunta por el origen de la voz castizo. En su país se refiere a la persona que es de origen europeo (principalmente español) o mestizo por contraposición a los indígenas. Ha oído decir que en España equivale a madrileño. No es así exactamente. Castizo viene de casta y alude a algo que es de raza pura, auténtico, autóctono. Viene a ser lo puesto a lo foráneo (en México, lo fuereño). La palabra originaria casta quizá provenga de la India, de donde la trajeron los portugueses. Es verdad que en Madrid se utiliza lo castizo para significar lo auténticamente madrileño. Pero Madrid no posee muchas tradiciones antiguas. Baste decir que la catedral se ha inaugurado hace unos años, un hecho singular en Europa y en América. Tanto es así que la catedral madrileña es más reciente que la mezquita. Por otra parte, se da la paradoja de que el atuendo tradicional madrileño para las mujeres es el mantón de Manila y el baile típico es el chotis (= escocés). En el mundo intelectual, un grupo muy madrileño fue la llamada generación del 98, pero ninguno de sus componentes había nacido en Madrid.

Agustín Fuentes se pregunta de dónde puede venir la expresión de matute (= de contrabando). Hay varias interpretaciones. En el castellano tradicional, el nombre de Matute era el que popularmente se daba a Matusalén, pero queda sin aclarar qué tiene que ver ese personaje bíblico con el contrabando. Más sencilla es la derivación de la palabra latina matuta (= la madrugada), por la hora en que solían viajar los contrabandistas o matuteros. Presumo de que un bisabuelo mío era matutero en la raya de Portugal. Del país vecino traían mulos.

Hay expresiones extrañas cuyo origen se puede determinar. Por ejemplo, estar a la cuarta pregunta. En la tradición jurisdiccional española el reo se presentaba ante el juez y esperaba cuatro preguntas, a las que había que responder con veracidad: 1) nombre y apellidos o apodos, 2) edad aproximada, 3) lugar de residencia habitual y 4) dineros disponibles. La cuarta pregunta era fundamental para saber si el reo podía hacerse cargo de las costas del juicio o de la multa correspondiente. El truco era la de manifestarse impecune para evitar que la Justicia saqueara al acusado. Todavía hoy, estar a la cuarta pregunta significa andar escaso de fondos, no llegar a fin de mes, como suele decirse ahora. Lo más elegante es decir que "hay un déficit de tesorería" o que "andamos mal de circulante". Son innúmeras las voces que sustituyen al dinero, una palabra tabú en nuestras tradiciones. Una de ellas es pasta. Por cierto, en inglés se emplea la misma imagen de la pasta o masa de harina y agua para referirse coloquialmente al dinero (dough). Extraña asociación.

“Somos lo que dejamos en los otros. Lo que recuerdan de uno”


La escritora mexicana publica en España su último libro 'La emoción de las cosas', en el que narra la historia de sus padres
SALVADOR CAMARENA México


“Mi papá vivió en Italia 20 años, de lo cuales habló como 20 minutos a lo largo de los 20 años que vivió con nosotros”, cuenta la escritora Ángeles Mastretta. “En cambio, yo de mi mamá sabía todo. 'Pero ¿cuándo te empieza a interesar la historia de tus papás?”, se pregunta Mastretta (Puebla, México, 1949). “Drásticamente, cuando se mueren”, afirma la autora, “cuando mi papá se murió nos preguntamos ¿y este señor quién era? Porque nosotros estábamos creciendo, enamorándonos, todo menos pensando quién había sido este señor antes de encontrarse con mi mamá. Entonces dije, quiero hacer una novela imaginando quién era ese muchacho que se fue a los 14 años a Italia”. Son las reflexiones de la escritora que publica su último libro en España, La emoción de las cosas(Seix Barral), y que dará una charla el 22 de mayo en Casa de América de Madrid.

Mastretta, autora de obras como Arráncame la vida y Mal de amores, intentó novelar la historia de sus padres. No pudo. Le fue imposible encontrar la voz para contar desde un lugar que no fuera ella misma sobre las personalidades de los protagonistas —su padre, contagiado de melancolía y muerto antes de cumplir 50 años; su madre, que comenzó el bachillerato pasados los 60 años y que se graduó de la carrera a los 70—. El resultado es un libro sobre esas pequeñas historias de grandeza y esos pasajes ignotos que tiene toda familia cuando mira hacia atrás. Un texto sobre el pasado ajeno a cualquier nostalgia facilona. Una colección de relatos que no necesitó ser novela para narrar la vida de muertos, para capturar la profundidad de un atardecer, el sabor del recuerdo de las tareas escolares pero, sobre todo, un libro en el que, según cuenta, ha logrado que mucha gente se sienta “contada y acompañada”.

Pregunta. Hay pasajes que dan ganas de tenerlos a mano, por desgracia, para cuando ocurra un mal momento, la muerte de un amigo, por ejemplo.

Respuesta. No lo hago para volverme la voz de otros, pero pasa, eso es conmovedor.

P. Es una reivindicación de esos pequeños mundos que hacen presentable a la gente.

R. ¡Claro! Entre más chica es la historia, más cerca está de todo el mundo. En alguno de los textos digo que todo el mundo tuvo un río en su infancia y unos hermanos que jugaban con un tren, eso es universal. Yo iba a un colegio de niñas, ricas, regulares y no ricas, todas nos vestíamos igual, teníamos los cuadernos iguales, entonces no se notaba. Y sin embargo, cada quien se tenía que ganar su derecho a ser distinto.

P. ¿Era mejor o peor ahora?

R. No sé si era mejor o peor. Me da terror volverme como esa gente que cree que lo de antes era mejor, me gusta evocar, me divierte, pero de ninguna manera para decir que era mejor. Imagínate, tuve mi primera crisis de epilepsia a los 16 años, y si eso me hubiera ocurrido en esta época, primero no se hubieran afligido mis papás como entonces y la manera como se controla es mejor; por eso, cómo voy a bendecir el pasado si el presente es mucho más noble conmigo.

P. Me temo que los lectores se van a contagiar de la pasión por la melancolía que menciona sobre su padre.

R. En muy poco tiempo este libro me a traído gente que no sé por qué pero se sintió contada y acompañada. De repente dije: 'Dios mío ¿habré escrito un libro de autoayuda?'. No sabía si celebrarlo o afligirme, porque sí, es un libro que acompaña, las tristezas sin duda, y bueno en parte porque mi papá era un hombre acompañado por la melancolía.

Somos lo que dejamos en los otros. Lo que recuerden mis hijos y mis amigos de mí es lo que va a haber. Y lo que hay de mis papás es lo que yo recuerdo y lo que recuerdan mis hermanos y lo que recuerda mi hija que está haciendo una película sobre mi mamá, por eso me parece tan importante recuperarlos.

Me sentía con el deber de contar a estos personajes que habían sido mis papás, o que pasaban por mi infancia, y mis abuelos, pero los tenía que reinventar, los tenía que rehacer y entonces andaba a tientas por el pasado que conocía y desconocía a la vez. Hasta que lo junté todo y pensé: Qué maravilla, ya no tengo que hacer esa novela, voy a ver cuál otra hago'. Es mi absolución, quedo disculpada de hacer una novela que cuente una historia de la que sé tan poco, porque no me atrevo a imaginármela, a lo mejor un día voy a inventar un muchacho mexicano que se fue a Italia, pero no va a ser mi papá.

Borges y Bioy la tenían clara


Me fijo en el Diccionario de la Real Academia Española y leo que “relato” significa, en su segunda acepción, “narración, cuento”. La verdad hecha cuento, la realidad pasada por el tamiz de una ficción.

POR EZEQUIEL MARTÍNEZ

“La poesía puede corregir las erratas de la historia”, dijo hace algunos días el escritor español José Manuel Caballero Bonald al recibir el Premio Cervantes. A veces me pregunto cuánta poesía necesitaríamos por estos lados para que la sensación térmica de lo cotidiano se parezca a los termómetros del “relato”, esa palabra flaca que desfila por los micrófonos oficiales con la misma liviandad que las flacas modelos de pasarela. Me fijo en el Diccionario de la Real Academia Española y leo que “relato” significa, en su segunda acepción, “narración, cuento”. La verdad hecha cuento, la realidad pasada por el tamiz de una ficción.

Borges y Bioy Casares dan un buen ejemplo de eso en “Esse est percipi”, uno de los textos que forman parte de las Crónicas de H. Bustos Domecq (1967). Allí cuentan cómo los partidos de fútbol ya no se jugaban más en las canchas, sino que los goles, las expulsiones, los penales o los tiros libres se creaban en los despachos de los dirigentes de los clubes, para que luego el relator oficial transmitiera esa realidad prefabricada con la misma pasión con que la hinchada lo escuchaba vociferar a través de los parlantes. Nadie jugaba esos partidos, porque la verdad se había transformado en “un género dramático”, una invención paralela en la que lo real ya no era necesario.

Hay ocasiones en que el arte es utilizado para enmendar estos desvíos de la realidad. Un ensayo de Jacques Rancière que acaba de editar Eterna Cadencia, Figuras de la historia , reflexiona justamente sobre la manera en que la representación histórica en el cine y en la pintura puede reabrir el debate sobre las escenas que las versiones oficiales han pretendido fijar en letras de molde. “Nuestro presente no es presa del escepticismo, sino de la negación”, escribe el filósofo francés cuando enumera algunos ejemplos en los que el presente registró lo que se le ha dicho que registre.

Igual que en la crónica de Bustos Domecq, donde hay una verdad atrapada en un relato, para que la realidad pueda esconderse en otra parte.

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