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terça-feira, 19 de julho de 2011

EL ELOGIO






Nostalgia del elogio
Ivonne Bordelois
Para LA NACION
Martes 19 de julio de 2011




La catarata de improperios que se desata diariamente sobre nuestra ciudadanía gracias a la amable colaboración de todos los medios despierta por un lado una sensación de inefable aplastamiento y por otro una mirada de añoranza hacia lo que quisiéramos ser. Entre mis utopías individuales se encuentra la ilusión de desayunar algún día con páginas y pantallas que reflejen el pundonor de Jaime, el carisma de Shocklender, la originalidad de Susana Giménez, la gracia de Tinelli, los aciertos proféticos de Elisa Carrió, la sobriedad de nuestra Presidenta.
Cuán hermoso sería pensar que hemos dejado atrás para siempre los tiempos en que un ser paradójicamente denominado "sereno" atravesaba nuestras calles pidiendo la muerte de los salvajes inmundos asquerosos unitarios. La sobreabundancia del insulto desata complementariamente la añoranza por la alabanza, que es una necesidad humana indeclinable. Un insulto aislado y acertado puede actuar como un dardo eficaz en un panorama de agresividad colectiva inusitada, pero el insulto permanente desborda la atmósfera de la ciudad, la entorpece, la empantana y la vuelve una ciénaga irrespirable.
En estos días ha circulado por millares un video en el que un aficionado interpreta a su manera las vicisitudes de un partido de fútbol, por cierto execrable, a riesgo de hacer estallar su atribulado corazón. Se trata de una prolongada serie de insultos de aquellos a los que estamos ampliamente acostumbrados, sólo que proferidos con tan insólita frecuencia e intensidad, que acaban por producir una risa donde se mezcla el rechazo, la incredulidad y la compasión.

O quizá, visto más detenidamente, este espectador refleje simbólicamente el estado de nuestra sociedad mediática, y el ver al desnudo los mecanismos de agresión que se desgastan y autoanulan por uso y abuso frenético, hasta volverse ridículamente impotentes, constituya una fuente de hilaridad y amarga lucidez que resulta en cierto modo irresistible para quienes presencian este lamentable espectáculo. Una metáfora escondida que precisamente por lo inconsciente resulta más alarmante y eficaz.
Debo decir, sin embargo, que dentro de este turbio e incontenible torrente de imprecaciones habituales, me sorprendió una variante que no había llegado a mis oídos hasta ahora: el acongojado televidente prorrumpía con frecuencia en una paradójica exclamación, poco apta para ensalzar las virtudes de sus propios y tiernos vínculos familiares: "la p? que me p?". Al principio imaginé una falla acústica de mi parte o bien una imperfección técnica de mi equipo, pero las sucesivas reiteraciones de la misma expresión me convencieron de lo contrario.
Y he pensado después en lo significativo de este discurso. Porque quien insulta a otros no puede dejar de insultarse a sí mismo. Insultar significa saltar hacia abajo: para insultar, necesitamos precipitarnos desde lo alto, es decir, descender y degradarnos a nosotros mismos. Nadie desfonda el lenguaje sin desfondarse a sí mismo, porque somos seres de lenguaje, y las palabras no se pueden desgarrar gratuitamente sin que nos desgarremos nosotros mismos en esa provincia interior donde se alberga la conciencia de nuestra lengua como la posibilidad de representar lo más alto de nuestra identidad.
Cuando se piensa en ese trono dignísimo que alguna vez evocamos en nuestro Himno, no nos puede sino abrumar este humillante descenso, al parecer imparable, de nuestro lenguaje. Ojalá lleguen tiempos en que la alabanza colectiva, sin hipocresías ni ironías, fundadas en la realidad y la sinceridad, se vuelva nuevamente posible, y seamos destinatarios dignos de aquellas otras palabras imborrables: "Al gran pueblo argentino salud".
© La Nacion

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