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quarta-feira, 27 de julho de 2011

ELOGIO DE LA MENTIRA












Elogio de la mentira
FERNANDO COLINA
JESÚS FERRERO



La mentira es nuestro más inseparable compañero por los caminos de la vida. Su escolta nos asiste con más insistencia que nunca, pues hoy cuenta con tres espacios propiamente modernos que la necesitan: la publicidad, la información y la política. Si la modernidad admite el calificativo de época de la mentira, si su presencia es más contundente e intensa que en el pasado, es porque nos valemos de su autoridad en dominios imprescindibles de nuestra cultura que sin ella no existirían. Toda la ética moderna se concentra en un saber hacer con la mentira. No por nada la discusión entre Benjamin Contant y Kant, acerca de un presunto derecho a mentir por filantropía, inaugura y da sentido original a las discusiones morales de nuestro tiempo.

Sin embargo, a mentir hay que aprender, como aprendemos a caminar o a echar los primeros cálculos. De niños mentimos de continuo, pero no por mala intención o por un ánimo retorcido, sino para asear esas habitaciones interiores donde no dejamos que nadie entre sin permiso. La mentira es una herramienta imprescindible para construir un límite entre la realidad y uno mismo. Es la llave que cierra la alcoba más íntima y secreta de cada uno, el disfraz que evita la transparencia y que impide esa inconsistencia, propiamente esquizofrénica, de ser observado y adivinado de continuo. Cuando Simmmel acertó a decir que «el secreto es una de las grandes conquistas de la Humanidad», podría haber dicho lo mismo de la mentira sin pestañear, pues sin mentira no hay ninguna posibilidad de acceder a la ocultación y al silencio que nos custodian. El secreto nace de la mentira, y quizá por ese fructífero nacimiento se ha dicho a menudo que la vida secreta roza lo verdadero.

Como muestra de su necesidad nos basta recordar que sólo empezamos a hablar cuando nos sentimos capaces de mentir. Mentir y hablar son procedimientos simultáneos. La primera mentira no lo es por defecto ni por provecho sino por la obligación de aprender. Luego vienen las demás mentiras, las que dan cuenta de nuestro nivel moral, pero antes hay que haber aprendido a mentir para no tener que delirar, pues todo delirio no es nada más que una mentira fallida. Si el loco consiguiera mentir sobre las cosas que más le importan seguro que de inmediato se curaría. Al fin y al cabo, hay que reconocer que si los padres nos mienten con la patraña de los Reyes Magos es por higiene mental, para darnos ejemplo y tratar de evitar que enloquezcamos. Bajo la excusa de conservar su bella ingenuidad, se miente a los niños con descaro para luego poder desengañarlos. Toda la salud psíquica que podemos alcanzar se resume en esa breve palabra: desengaño. Ninguna ejerce con más peso el principio de realidad que necesitamos.

Escribió Agustín en su célebre 'De mendacio' que «la cuestión de la mentira es oscura en extremo y rehúye la intención del investigador con sinuosos culebreos». Tan oscura y deslizante resulta que, en el fondo, la sinceridad no es nada más que el ejercicio inteligente de la mentira. Ser sincero es ascender a ese nivel superior donde no se puede probar, lo que se dice probar, que hemos mentido. De otro modo, la sinceridad se convierte en un ajuste de cuentas, en la amenaza calamitosa de contar la verdad a quien corresponda para negarle toda promesa. Cuando alguien amenaza con que nos va a contar la verdad, más vale salir corriendo de inmediato. Creerse dueño de la verdad es sospechoso. La verdad es tan escurridiza que basta que cualquiera confiese su posesión para que sepamos que ya está perdida. Por ese motivo a los amigos hay que rogarles que nos mientan y, si son amantes, exigírselo como prueba legítima.

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