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sexta-feira, 21 de setembro de 2012

LAS PEQUEÑAS TRAMPAS DE LA BUENA VIDA






Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/pequenas-trampas-buena-vida_0_774522559.html
¿Cómo sería el mundo si trabajásemos menos horas? Dos miradas contrapuestas orbitan un tema en común: El lugar del ocio en sociedades que idolatran la producción.
POR RICHARD A. POSNER


TIEMPO DE OCIO. ¿Qué se hace con el tiempo libre?

Robert Skidelsky es un historiador, conocido sobre todo por su biografía definitiva en tres tomos de John Maynard Keynes. Su hijo, Edward Skidelsky, es filósofo. Ambos han colaborado en un libro donde argumentan que los habitantes de los países ricos como Gran Bretaña y Estados Unidos trabajan demasiado y al hacerlo se pierden “la buena vida”, un concepto ético de una vida que sea “digna de deseo, no que simplemente sea deseada por muchos”.
How Much Is Enough? (¿Cuánto es suficiente?) está inspirado en un ensayo de Keynes de 1930, “Posibilidades económicas para nuestros nietos”. Siendo de Keynes, es ingenioso y está escrito de una manera brillante. También es anticuado y poco convincente. Predecía que salvo en la eventualidad de otra guerra mundial o alguna tragedia comparable, en el lapso de un siglo el ingreso per cápita sería entre cuatro y ocho veces mayor debido a la inversión continua en capital. Hasta ahí, todo bien; pese a otra guerra mundial, el PBI per cápita en los Estados Unidos creció casi seis veces desde 1930 (y más o menos lo mismo en Gran Bretaña).
Keynes pensaba que el aumento de la producción per cápita traería aparejada una fuerte disminución de las horas de trabajo. En 2030, una persona debería trabajar sólo 15 horas por semana para mantener su nivel de vida. El “problema económico” se habría resuelto y el desafío sería llenar el tiempo libre de la gente con actividades ociosas gratificantes. En esta parte del ensayo, Keynes erró por mucho en su cálculo. Los habitantes de los países ricos como Estados Unidos y Gran Bretaña trabajan en promedio menos horas por semana que en 1929, antes de que la Gran Depresión redujera la cantidad de trabajo disponible; casi 40 en vez de 50. Pero Keynes consideraba que en 2010 el promedio serían 20.
Su ensayo es muy británico en la medida que la aspiración tradicional de la clase alta inglesa era directamente no trabajar. Keynes, de clase más media que alta, trabajó mucho durante toda su vida, pero era sumamente culto: miembro del grupo de Bloomsbury, amante del ballet, admirador de la “buena vida” en un sentido inglés no relacionado con el confort material.
En estos últimos años, Inglaterra se volvió más parecida a los Estados Unidos, pero recuerdo perfectamente lo pobretona que era todavía en los ‘80, lo terrible que era la plomería, lo ordinarios que eran los materiales de construcción, lo traicioneramente desparejas que eran las veredas, lo inadecuada que era la calefacción y mala la comida. Recuerdo un desayuno en Hertford College, Oxford, en una sala imponente con una enorme ventana rota y los profesores acurrucados como ovejas con sus abrigos.
Recuerdo haber sido huésped en Brasenose College –el más rico de Oxford– y ser envidiado porque me habían propuesto quedarme en el sector principal para invitados, sólo para descubrir que entrar en el sector de los invitados era como entrar en un cuadro surrealista pues el piso tenía una pendiente en una dirección y las dos camas angostas en otras dos direcciones. Recuerdo al economista inglés (ahora estadounidense) Ronald Coase diciéndome que hasta no visitar los Estados Unidos no supo lo que era sentirse abrigado.
Los Skidelsky tienen razón cuando dicen que, desde el momento que los bienes y servicios pueden producirse con mucha menos mano de obra que en 1930, podríamos vivir ahora como vivíamos entonces pese a trabajar muchas menos horas. Queremos vivir mejor que entonces. ¿Y qué haríamos con nuestro nuevo ocio? La mayoría de las personas se aburriría rápidamente sin los recursos de actividades para el tiempo libre variadas y excitantes como los viajes al exterior, el cine y la televisión, casinos, restaurantes, mirar eventos deportivos, participar en actividades atléticas exigentes, videojuegos, salir a comer, hacerse cirugías estéticas y mejorar la salud y la longevidad. Sin embargo, con todo el mundo trabajando solamente 20 horas semanales (que bajarían a 15 en 2030), pocas de esas oportunidades se materializarían porque quienes trabajaran tan poco no podrían pagarlas. Tampoco los servicios de actividades para el ocio contarían con la cantidad de personal necesario. Las consecuencias serían tanto sociales como individuales. La productividad caería porque los trabajadores adquirirían conocimientos a un ritmo menor. Los países estarían indefensos, con soldados de servicio apenas 20 horas a la semana, y tendrían pocas armas porque los empleados de las fábricas de municiones también trabajarían sólo 20 horas semanales. Pensemos, por otra parte, en el mantenimiento del orden interno en una sociedad en la que los policías, bomberos y paramédicos trabajasen sólo 20 horas por semana.
Los Skidelsky tienen una concepción exaltada del ocio. Dicen que el verdadero sentido de la palabra es “actividad sin un fin extrínseco”: “El escultor que disfruta tallando mármol, el maestro empeñado en impartir una idea difícil, el músico que lucha con una partitura, un científico que analiza los misterios del espacio y el tiempo; esas personas no tienen otro objetivo que hacer bien lo que están haciendo”. No es verdad. La mayoría de los individuos son hacedores ambiciosos que buscan un reconocimiento. Y es ridículo pensar que si trabajaran 15 o 20 horas por semana, usarían su tiempo libre para luchar con una partitura musical. Si no tuvieran productos de consumo y servicios para llenar su tiempo, se pelearían, robarían, comerían en exceso, beberían y se acostarían tarde a dormir. Los aristócratas ingleses en su época de gloria no trabajaban, pero tampoco tallaban mármol. La caza, el juego y la seducción eran sus actividades preferidas para el tiempo libre.
Los estadounidenses valoran el ocio, pero es un ocio caro, y por eso tienen que trabajar para pagarlo. De ahí que tengan menos tiempo libre que si su forma preferida de ocio fuera acostarse en una hamaca, pero en líneas generales obtienen más placer.
Los autores proponen algunas sugerencias para cambiar el equilibrio entre el trabajo y el ocio. Primero, cada uno debería recibir al nacer un salario del gobierno (sin obligación de trabajar para ganarlo) lo bastante generoso como para que le permita trabajar sólo con un horario parcial, o bien una donación de capital. El riesgo de que las personas malgasten su donación en “una vida desenfrenada puede reducirse limitando su gasto a objetos aprobados (como la educación)”. Además, las escuelas educarían para el ocio. Segundo, recomiendan establecer un impuesto progresivo al consumo. De esa manera los productos de consumo serían más caros con la esperanza de desalentar a la gente de trabajar mucho para poder pagarlos. Tercero, las empresas tendrían prohibido deducir gastos de publicidad del ingreso imponible, ya que la publicidad alienta el consumo.
Sin embargo, en esto radica lo más extraño del libro: prácticamente no se aborda cómo se supone que la gente, con los ingresos reducidos a la mitad, empleará el tiempo libre enormemente mayor que los autores quieren que tenga. Además de la frase que mencioné sobre el músico, el escultor, el maestro y el científico –y la descripción corresponde a su trabajo, no a las actividades en el tiempo libre– la sugerencia es que una buena actividad ociosa es dejar vagar la mente “libremente y sin ningún objetivo”, y una lista de tres diversiones –“jugar al fútbol en la plaza, hacer y decorar los muebles de la casa, tocar la guitarra con amigos”– propuestas para refutar cualquier afirmación de que el concepto de ocio de los autores es “estrictamente intelectual”.
Si usted le pide a alguien que trabaje la mitad del tiempo por la mitad de la remuneración, debería tener mejores respuestas para cuando le pregunte: “¿Qué hago con mi nuevo tiempo libre?”.
Richard A. Posner es juez de la Corte de Apelaciones de Estados Unidos. © The New York Times. Traducción de Cristina Sardoy

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