La traducción técnico-científica y los recursos del consumidor
Por Gabriel Giavedoni
En términos generales, las publicaciones de mayor difusión que se ocupan de hablar de la traducción lo hacen casi exclusivamente en relación con la literatura. Es así que casi siempre se hace referencia a la habilidad de Borges para traducir a Virginia Woolf, o a la de Julio Cortázar para con Marguerite Yourcenar. Algunas notas se han adentrado en la traducción de documentos en un intento por poner al traductor como aquel que es capaz de traducir una partida de nacimiento, lo que en todo caso sería algo así como el ABC de la traducción en lo que a este tipo de textos se refiere, a punto tal que debe de figurar entre los primeros que se dan como ejemplo y práctica en la carrera de traducción pública.
Sin embargo, poco (por no decir casi nada) es lo que se dice de la traducción técnico-científica.
En un mundo globalizado en donde las fronteras se desdibujan y en el que la transferencia de tecnología y de conocimientos científicos está a la orden del día, un mundo en el que de alguna manera o de otra todos queremos estar presentes para no sentir que "nos caemos del mapa", el papel que juegan estas dos áreas en relación con la traducción es nada más y nada menos que crucial.
Y no es capricho de traductor, sino en todo caso conciencia de usuario. Si uno no toma conciencia de su rol de consumidor de los productos finales ofrecidos por ciencia y técnica, si no se coloca en el lugar del receptor de más y mejores productos y servicios, mal puede entenderse que alguna vez Victoria Ocampo se refiriera a la traducción como "un asunto de suma importancia".
Algunos ejemplos
Los ejemplos son tantos, tan prácticos y tan directos, que sería imposible mencionarlos a todos. Para citar algunos, bien podemos aludir a lo que sucede con los manuales, y para empezar por los más simples tomemos teléfonos celulares, agendas electrónicas, u hornos a microondas. Pocos somos los consumidores que alguna vez nos planteamos qué instrucciones seguimos, cómo están dadas esas instrucciones, si atienden al uso correcto del idioma de llegada o, lo más importante, si son lo suficientemente claras y precisas para enseñarnos a poner en funcionamiento y sacar de un aparato cualquiera las mayores posibilidades que nos ofrece su potencial. Es así que cuanto menos claras y precisas, menos entendemos, y cuanto menos entendemos, mayores las probabilidades de que el aparato no funcione de la manera correcta y que, en el mejor de los casos, no cumpla la función para la cual lo adquirimos. Si esta situación nos sucediera, quizá miraríamos el deterioro del aparato con resignación, o tal vez pondríamos nuestra energía en ir de un usuario "con experiencia" a otro, hasta que tal vez demos con la persona indicada que nos resuelva el problema... que a veces no se presenta de otra manera que con la inutilización total del aparato en cuestión.
Ahora, ¿qué sucede si además de ser usuarios finales de un producto, somos empresarios? ¿Qué sucede si en un intento por automatizar la producción de telas compramos una máquina que ayude a automatizar el proceso y ganar más mercado, y en realidad nos encontramos con que, como funciona de la manera indebida, la producción se atrasa y nuestra inversión se pierde entre el enredo de los hilos? Acá ya no es el solo reemplazo de un mero aparato o un electrodoméstico, sino la frustración de haber invertido un dinero que se nos fue por la borda y que, en algún caso extremo, ni siquiera podamos reponer. Valga aquí el ejemplo de una importante firma de bebidas gaseosas que compró una máquina automática para lograr lo antedicho, y al seguir las instrucciones de un manual traducido sepa Dios por quién, terminaron con una hermosa explosión que dio por tierra con las mejores intenciones (por no decir que casi da por tierra con las personas presentes también).
Mucho más que palabras
Que traducir es un arte es indiscutible. Pero de la misma manera que el mejor dibujo realizado por mi hijo de dos años no se compara con el peor cuadro del más afamado pintor, la mejor traducción hecha por alguien que cree que traducir es nada más que buscar palabras en el diccionario no tiene punto de comparación con la traducción hecha por un profesional.
Traducir es más, mucho más que palabras sueltas. Es tener un entendimiento cabal y profundo de aquello sobre lo que se traduce (no es lo mismo ependimomas carcinoides presacros, que aspectos sanitarios y ambientales en la producción de la leche en polvo, o emanaciones de gas inerte). Traducir es saber cómo o adónde buscar (los diccionarios terminan siendo la mayor parte de las veces los recursos más dudosos); es "coleccionar" informantes (profesionales o expertos); es mirar un texto desde un punto de vista crítico, cuestionador, indagador, curioso; traducir es desarmar un original hasta las últimas consecuencias para volver a juntar todas las partes haciendo que adquieran el mejor y último de sus sentidos; es tener claro no sólo qué decir, sino cómo decirlo; es entender al redactor del texto poniéndose al mismo tiempo en la piel del usuario. Para ponerlo en términos más claros, cuando un médico me ve como paciente, me observa con una mirada mucho más profunda y abarcativa de lo que le muestran sus ojos. Un médico mira en el interior de nuestros cuerpos de la misma manera en que un traductor observa el más allá de las meras palabras. Y es en este sentido que, de la misma manera en que un médico detecta las falencias en el funcionamiento del cuerpo, nosotros los traductores nos preparamos para detectar las falencias que puedan presentar los textos. Muchos se sorprenderían al darse cuenta de que muchos de los especialistas que redactan los textos son especialistas en el tema, pero no en la redacción. Y muchos también se sorprenderían si supieran las peripecias que realiza un traductor para convertir un mal discurso en la mejor forma posible de expresión, una expresión en donde el contenido y la forma sean lo que deben ser.
Algo de lo que no se habla
Si bien no es tarea fácil entender que el traductor que no es médico se transforma en el puente necesario para realizar una cirugía, o que el que no es ingeniero se convierte en la pieza clave para el tendido de una red informática, o que el que no es abogado comprende las complejidades de un juicio o las cláusulas de un contrato, o que el que no es contador da fe pública en otro idioma del balance de una empresa, sin embargo la responsabilidad inherente de los traductores profesionales es algo sobre lo que no se habla. Pues bien, imaginemos por un instante lo que sucedería si el traductor cambiara el nombre del instrumental quirúrgico, o confundiera la conexión de los puertos en la red, malinterpretara las cláusulas contractuales o no diera importancia a las fórmulas de conversiones numéricas. El resultado podría ser catastrófico: quizá una seria complicación quirúrgica, tal vez la inoperancia de un sistema, a lo mejor un juicio por disidencia en la interpretación del contrato, o por qué no un balance irreal que reflejara que la empresa obtuvo ganancias que se convierten según una relación de one billion igual a un billón.
Todavía recuerdo aquella secretaria que, por haber tomado un curso de inglés de cinco años y tres horas semanales, fue premiada por la empresa donde trabajaba al confiársele nada más y nada menos que la traducción de los documentos técnicos que hacían a la producción de aluminio, rubro al que se dedicaba la compañía de marras. Aún me pregunto si el frisado de su cabello se debía a algún método de belleza, o a los nervios provocados por decidir si estaba o no capacitada para tan difícil tarea.
Como sucede en otras, nuestra provincia cuenta con un Colegio de Traductores, dividido en dos circunscripciones: la primera en nuestra ciudad, la segunda en Rosario, cada una a cargo de determinados departamentos de la provincia. Y como sucede con otras agrupaciones profesionales, nuestro colegio cuenta con un consejo directivo y un tribunal de conducta, órgano este último que tiene a su cargo atender al buen ejercicio de la profesión y a la defensa de los usuarios. Esta, que no es una ventaja menor, sitúa a la traducción dentro del marco de una ley (en nuestro caso la ley provincial Nro. 10.757), que reglamenta punto por punto quiénes y cómo estarán habilitados para ejercer la traducción profesional.
Por lo tanto, si consume ciencia o tecnología, y para no sentir que malgastó sino que invirtió su tiempo y su dinero, cuando de traducciones técnico-científicas se trate, recurra a un traductor profesional. Por encima de todo, estará contribuyendo a dar más excelencia a una provincia que se jacta nada más y nada menos que de ofrecer al país el 20% de sus exportaciones totales.
Fuente: El Litoral.com - http://www2.ellitoral.com/index.php/diarios/2002/09/30/opinion/OPIN-04.html
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quarta-feira, 3 de outubro de 2012
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