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sábado, 10 de novembro de 2012

EL TRADUCTOR INEPTO Y EL MAL TRADUCTOR SUS VICIOS MAYORES Y MENORES









Por Arturo Costa Álvarez – *.

En el siglo de oro, Garcilaso afirmó esto: "Traducir bien un libro es tan difícil como hacerlo de nuevo." Luego, en el siglo de la emancipación, Voltaire dijo que, después de una buena tragedia, nada es más difícil que una buena traducción. Más tarde, en el siglo de las luces, Lamartine precisó también lo arduo de la tarea de traducir diciendo: "A mi juicio, el más difícil de hacer de todos los libros es una traducción." Pero el traductor inepto tiene una opinión contraria sobre el particular; según él, traducir es fácil, es sólo cuestión de audacia para conjeturar por regla general, y de diccionario por excepción, para resolver los casos realmente desesperados.
Por lo común, el público no tiene sino una idea vaga del desastre literario que el traductor inepto representa. Es corriente la impresión de que todo traductor es malo: el feliz anatema traduttore traditore vive perpetuamente en el pensamiento de todos. Pero ¿por qué se traduce mal? Y si se traduce mal ¿por qué se traduce?
He ahí algo que no todos pueden explicarse; y para que todos puedan explicárselo se escriben estas líneas.
La calamidad literaria que el traductor inepto representa es el producto de dos factores deplorables en igual medida: la incapacidad e irresponsabilidad del traductor, que casi siempre es anónimo, y la falta de ilustración del público, que, si lo tolera, es porque no ve su inepcia. Porque lo más frecuente es que, en presencia de un absurdo escrito en letras de molde, el lector, esclavo del hábito escolar de no ver en los libros sino ciencia a veces difícil, se apresure a pasar por alto esas líneas, avergonzado de no entender lo que lee, tropiezo que atribuye a su falta de conocimientos. Y a sus espaldas, el traductor inepto se ríe de él ahogadamente.
El traductor inepto acumula, por lo general, cuatro vicios mortales y a veces otros tantos veniales. Las excepciones son los que tienen sólo tres, dos o uno de los vicios mortales, y cuatro, tres, dos o uno de los veniales.
En primer lugar, el traductor inepto no conoce la lengua ajena, y en segundo ignora la propia. En tercero, cuando sabe las dos lenguas le falta el sentido literario indispensable para discernir las formas del pensamiento o los matices del sentimiento.
En cuarto lugar, no entiende jota del tema de que se trata.
De ahí que, porque no conoce las lenguas, su interpretación es falsa o incompleta; o porque no las conoce literariamente, su expresión es ramplona o turbia; o, porque ignora las generalidades del caso, desbarra inevitablemente.
Ahora bien: en la imposibilidad de salir de su ignorancia, por la sencilla razón de que nunca podrá verla (le está vedado eso) el traductor inepto cree que traducir es calcar el original, mejor dicho, hacer el trabajo mecánico de cambiar palabras por palabras. Y escribe entonces intrépidamente, con la audacia insolente del que no ha sido castigado nunca, todas las contradicciones y contrasentidos, y ambigüedades y vaguedades y logogrifos del mundo: fabrica verdaderas criptografías.
Este recurso del calco tiende a hacer que el lector sea el intérprete en definitiva. Y con eso, el traductor inepto demuestra acabadamente su inepcia: porque, por definición, no puede ser traductor el que no interpreta. Además, hace obra idiota al endosar al lector la dificultad de la interpretación, tremendamente agravada por la desfiguración del texto en otra lengua. Por fuerza, menos que él entenderá el lector, que sólo puede seguir el pensamiento del autor a través del vidrio ondulado, o sobre el espejo anamorfótico, de una traducción de palabras, no de ideas.
He dicho ya que el traductor inepto ha nacido así, y no tiene remedio. Su inepcia es incurable porque hay en él una incapacidad ingénita para comprender el fin propio de la traducción, y por consiguiente para dar con los medios de hacerla cumplidamente. Es cierto que la traducción no debe alterar las líneas de las figuras ni las gradaciones de los tonos y en un escrito las líneas de la figura son los conceptos, las gradaciones de los tonos el estilo, y los colores las palabras. Pero también es cierto que el calco, al repetir las palabras en vez de cambiarlas, hace las líneas borrosas y las gradaciones
destempladas. Razón por la cual el traductor no debe calcar sino copiar, con la misma firmeza de pulso con que el autor hizo su obra, y preparando como él los tonos en la paleta de la lengua propia, sean cuales fueren los colores y matices que ve en la tela. Pero el traductor inepto no puede hacer sino calcar; no tiene pulso para copiar figuras, ni arte para templar colores y formar matices o graduar tonos. Ni tendrá nunca tales dones; porque el traductor, como el artista, nace y no se hace.
Es traductor inepto por excelencia el que se pone a traducir una obra sin tener noción alguna del tema tratado en ella. Le parece innecesaria esa preparación porque, a su juicio, las palabras hablan por sí solas. No sabe ni sabrá nunca que, cuando no hay idea en la mente del que las elige y combina, las palabras vocean pero no dicen nada; y que, así como el autor eligió y combinó sus términos para expresar sus conceptos, de la misma manera el traductor debe empezar por formarse conceptos a fin de poder saber cuáles son los términos que ha de elegir y en qué forma ha de combinarlos. Ahora bien: para formar concepto de algo es indispensable conocerlo; de ahí que el traductor, aunque aparentemente no debe hacer sino copiar, esté obligado a tener conciencia de lo que dice para que no resulte ininteligible su trabajo, que ya no es del autor sino suyo.
Contra el traductor inepto de esta especie han tenido y tendrán mucho que bregar los estudiosos. En el siglo XVII sus desaciertos eran tan exorbitantes que Guez de Balzac acabó por arrebatarse contra todo traductor, y en el quinto discurso de su Sócrates cristiano hizo esta afirmación rotunda: "Los que con más reputación han traducido de una lengua a otra, han tomado ríos por montañas, y hombres por ciudades." El gran Bayle, en medio de su colosal tarea enciclopédica, cuando compilaba su Dictionnaire historique et critique tuvo que perder mucho tiempo en salvar los innumerables errores de los traductores cuyos textos consultaba. Hombre moderado, tolerante y ecuánime, preceptor nato, más dispuesto al consejo que al reproche, el genial filósofo no llegó a agriarse contra tan ineptos auxiliares; pero su citada obra refleja bien la prevención de su ánimo contra ellos, la profunda desconfianza que le inspiran: a cada paso, aun cuando incurra en repeticiones, pone en evidencia sus desbarros, y clama porque en lo sucesivo no se traduzca inconscientemente.
He aquí algunos de los preceptos que formula con tal motivo:
"Para los que quieren traducir, siempre será poco todo escrúpulo en la observancia de esta regla: deben evitar todos los términos equívocos, todo lo que pueda impedir que el lector tenga las ideas más conformes a la naturaleza de cada asunto." (Artículo Arsinoé, nota C)... "El traductor que se arriesga a parafrasear, o a apartarse en lo más mínimo de su original, debe saber a fondo la materia de que se trata. Sin eso se expone a equivocaciones, más censurables aún porque una infinidad de personas las imputan a los que ninguna culpa tienen de ellas, quiero decir, a los autores traducidos" (Bodegrave, B) ... "Los que traducen están expuestos a cometer extraños yerros cuando no entienden las cosas; porque, aun cuando conozcan tres o cuatro acepciones de una misma palabra, eso no les impide tomar la que no conviene a tal o cual punto" (Tiresias, H)... "Es en extremo difícil traducir bien; porque aunque uno tome las expresiones del original en el sentido más verosímil, a veces no deja de extraviarse; es necesario el conocimiento de cien particularidades para elegir el sentido verdadero." [Tullio, L)
No son los preceptos de Bayle los que van a suprimir al traductor inepto; porque, como he dicho ya, a éste le está vedado por naturaleza ver su propia ignorancia, y en consecuencia nunca podrá salir de ella. Si consigno aquí estos preceptos es para que aprovechen al que no quiera ser traductor inepto.
* * *
El mal traductor sí; ése puede corregirse, si su vicio cuando lo tiene, es conocer imperfectamente las lenguas o la materia que el autor trata. En estos casos, su instinto literario le advierte a cada instante sus deficiencias, y es natural que el hombre trate de ampliar sus conocimientos. Su lacra no es insanable; el estudio puede curarlo.
Mal traductor es, pues, el que se caracteriza por vicios no mortales sino veniales.
En otras palabras, lo que hace malas sus traducciones no es la falta absoluta de ciencia o de arte, esto es, una cuestión de fondo, como si dijéramos vicios de concepción en la obra, sino las deficiencias de forma, cuestiones de detalle solamente, vicios de ejecución. Pero en la obra artística el cuidado del detalle es forzoso; y de ahí que se califique de malo al traductor aunque sus vicios sean menores.
Hay cuatro tipos de mal traductor: el traductor gramatical, el traductor adornista, el traductor indolente y el traductor chapucero. Pero esta clasificación que atribuye a cada uno de esos tipos un modo propio y distinto de traducir mal, es puramente especulativa, responde al objeto de facilitar el análisis; en la práctica, como he dicho ya, lo corriente es que los vicios se acumulen en el mismo individuo. Por abstracción, pues, voy a tratar como entidades diferentes las cuatro virtudes nocivas del mal traductor.
* * *
Corresponde el primer puesto al traductor gramatical. El retórico Villemain ha dicho que "la peor de las traducciones es la de palabra por palabra, cuando contraría el giro natural de nuestra lengua". Pero este juicio, que en el fondo no es más que una reflexión del buen sentido, no se lo puede hacer el traductor gramatical, que carece justamente de buen sentido. Durante el siglo pasado, las traducciones gramaticales, muy en auge entonces, se llamaban "bárbaras" por su mal gusto; y para censurarlas y para justificarlas se consumieron ríos de tinta. Los apologistas del sistema bárbaro alegaban la necesidad de respetar al autor hasta en los más nimios detalles de su expresión; eso era una cuestión de probidad. Los partidarios del sistema culto proclamaban la necesidad superior de que la traducción respetara la lengua en que se hacía; eso era una cuestión de buen gusto. Y unos y otros desarrollaban excesivamente sus respectivas tesis; pero en el ardor de la lucha no veían el exceso, el estro sublime los obcecaba. De ahí la interminable controversia. Al fin, el espíritu de los nuevos tiempos dirimió la cuestión resolviendo que en este caso, como en tantos otros, la verdad, en cuanto a
principios, estaba en un término medio entre ambos extremos; y que, en el terreno
práctico, la conciliación era posible mediante el recurso de dar a cada cual lo suyo.
Quedó establecido así que, observando un precepto del buen gusto, la traducción
literaria debe respetar ante todo la lengua en que se hace; y que toca a la traducción
escolar o didáctica, que no es obra artística sino científica, reproducir textualmente
los giros propios del autor.
Dios me libre de enumerar las razones de esta conclusión. Me aterra la sola idea de que pueda renovarse la colosal controversia. Pero, para satisfacción del lector, diré que, en la interpretación de toda obra de arte, hay que reproducir dos cosas: el pensamiento y su expresión, y cuando esta reproducción doble, de fondo y forma, no es posible, el buen sentido aconseja que sea la forma la que se sacrifique en favor del fondo. Por eso Dryden ha dicho muy acertadamente: "Al autor noble, el traductor no debe seguirlo muy de cerca; perdería su espíritu al querer tomarle el cuerpo."Esto es precisamente lo que les pasa a los traductores gramaticales, que hacen decir grotescamente a Homero: "Juno, la de los ojos de buey", cuando la intención del poeta es decir ponderativamente "ojos grandes, rasgados, hermosos".
Así, al menos, lo afirma Hermosilla en su Arte de hablar. Pero la verdad es que Homero ha planteado con sus epítetos un problema insoluble para los traductores.
Cuando aplicaba a Atenea el de glaukopis ¿quería decir "ojos brillantes" o "cara de
lechuza"?
La versión gramatical destruye por fuerza la metáfora a que recurre el autor usando palabras en sentido figurado o traslaticio; sobre todo hace ininteligibles o absurdos los eufemismos. Porque en los equívocos, en las perífrasis, en las alusiones sobre todo, hay una intención que no la dan las palabras solas, sino determinadas relaciones accidentales del lenguaje con circunstancias de lugar y de tiempo; y esas circunstancias pueden no ser comunes a todos los lugares ni a todos los tiempos. En resumen, muchas palabras tienen dos sentidos, el etimológico o general, y el particular o traslaticio; y si el primero puede ser el mismo en otras lenguas, el segundo no lo es nunca, o poco menos.
Reconozco que para el filólogo es muy interesante saber que Horacio dice con palabras latinas: "La muerte pálida con igual pie golpea a las tiendas de los pobres y a las torres de los reyes" (Paluda mors aequo pulsat pede pauperum tabernas - Regumque turres). Pero lo que interesa a todo el resto del mundo no son las palabras de Horacio sino sus ideas; y en este caso, para traducir su pensamiento, hay que cambiar las palabras, no por sus iguales sino por sus equivalentes en nuestra lengua, diciendo: "La muerte pálida de igual modo llama a la puerta de los tugurios de los pobres que a la de los palacios de los ricos." Porque nosotros no llamamos ya a las puertas con los pies, y porque entre nosotros los pobres no viven ya en tiendas, ni los reyes son ya los únicos ricos, ni los ricos moran ya en torres.
* * *
De un concepto equivocado de la traducción llamada libre, en oposición a la literal, ha nacido el traductor adornista. El erudito Boissonade ha dicho: "Dos condiciones son necesarias para toda buena traducción: la fidelidad de la interpretación y la elegancia del estilo." También Chateaubriand, en el prólogo de su ejemplar traducción de Milton, ha sentado este precepto: "Un traductor no tiene derecho a ninguna gloria; sólo es menester que muestre que ha sido paciente, dócil y laborioso." Pero no se han dicho tales cosas para el traductor adornista, de quien me he ocupado ampliamente en otro capítulo. El traductor adornista no puede ser intérprete fiel y modesto; eso de repetir simplemente lo que haya escrito otro repugna a su naturaleza de gran literato, mejor dicho, a su condición de feliz poseedor de maravillosos recursos para hacer fluida y elegante cualquier frase. De modo que, si traduce, es sólo para darte a ti, lector, una muestra de tales maravillas, quieras que no. El gran literato procede cuando traduce lo mismo que cuando escribe el prólogo del libro de un amigo: nos abruma bajo una montaña de
reflexiones suyas alrededor del tema, y no nos dice nada del autor ni de la obra. Lo
que se explica, porque su objeto no es sino demostrar que, si quisiera, él podría escribir sobre eso un libro mejor que el de su amigo. De igual manera, en su traducción el traductor adornista ha de servir al autor en muy pequeña medida, y se ha de servir a sí mismo abundantemente, haciendo ver lo muy superior que él tiene que decir, de su cosecha propia, sobre el tema. "Morcilla" llaman en lenguaje teatral a la añadidura de cosas de su invención que los malos comediantes hacen al papel que representan; y el término puede aplicarse con toda lógica al caso del mal traductor que añade cosas de su invención al texto que traduce. En el citado capítulo encontrará el lector una muestra del género. Por ella podrá ver cómo la perisología, y la tautología también, esas inopias del estilo, son el recurso del traductor adornista para sustituir los pasajes difíciles, y sobre todo para ampliar con inútiles floreos, con ringorrangos superfluos, con las pampiroladas más necias, la expresión del autor, que considera demasiado sencilla.
* * *
Traductor indolente es el que no se toma el trabajo de buscar el vocablo preciso para traducir la forma de pensamiento o el tono del sentimiento, o para especificar y llamar por su nombre la cosa, que presenta el original. Sale del paso con cualquier término aproximado para lo primero, y con cualquier término genérico para lo segundo. A su juicio, traducir es hacer de un cuadro al óleo un rápido dibujo a lápiz. El es el autor, por excelencia, de las "traducciones harto galopeadas" tan castiza y expresivamente calificadas así por Cuervo en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano.
Casi es inútil decir que el traductor indolente tampoco se toma nunca el trabajo de buscar el texto auténtico de una cita que aparece traducida en el original; procede más cómodamente: traduce la traducción, calca el calco, de lo que resulta que su traducción nieta sólo tiene un parecido lejano, cierto vago aire de familia, con la composición abuela. Porque ¿qué puede quedar del texto original después de eso?
Lo que queda de la substancia esencial en una destilación de segundo grado.
Y a veces sucede algo peor, cuando el texto original de la cita traducida está en la lengua del traductor, y éste, en vez de buscar ese texto para restablecerlo en su prístina forma, traduce la traducción, calca el calco. Su traducción es entonces una especie de casaca vuelta al revés, la más ridícula extravagancia. He aquí una muestra de ella.
Gorki ha transcripto en una de sus obras, traduciéndolas al ruso, dos estrofas de una canción de Béranger: Les fous. Y el traductor francés de esa obra rusa, en vez de buscar y reproducir en su traducción el texto auténtico de las estrofas, traduce la traducción, calca el calco, con este curioso resultado. Dice la traducción rusofrancesa, esto es, la nieta:

Messieurs, si vers sainte vérité
Le monde ne sait trouver le chemin,
Honneur aufou qui ombrera
L'humanité d'un réve magnifique!
Si demain le soled oubliait
D 'éclairer le course de notre terre,
Demain méme la pensée d'imfou
Eclairerait le monde entier.
Dice la composición original, esto es, la abuela:

Messieurs, lorsqu 'en vain notre sphére
Du bonheur cherche le chemin,
Honneur aufou qui ferait faire
Un réve heureux au gente humain!
Si demain. oublieux d'éclore.
Le jour en manquait... Eh bien! demain
Quelque fou trouverait encoré
Unflambeau pour le genre humain.

Traducir es pasar de una lengua a otra; pero, como se ve, el traductor indolente puede realizar la estupenda paradoja de traducir dentro de la misma lengua.
* * *
En fin, el traductor chapucero es el que, en parte por ignorancia y en parte por falta de gusto literario, estropea cuanta belleza de forma puede haber en el original que traduce. Sería un error pensar que la traducción de esta especie es una chabacanería del despreocupado y audaz espíritu moderno. No hay tal cosa; ése es un borrón ya secular en las literaturas. Dozy, el célebre orientalista holandés, en su crítica a la Estoria de Espanna de Alfonso el Sabio, refiriéndose a la relación árabe que contiene la parte 4 de esa obra, dice: "La traducción es a veces tan obscura, que me atrevo a decir que multitud de frases son ininteligibles para todo el que no posea el árabe y no traduzca a esa lengua sus frases embrolladas."
Pero volvamos a nuestro tiempo, veamos cosas más frescas. Tengo por delante una catilinaria que, contra el mal traductor, ha escrito en 1916 un literatoruso, Chukovski, indignado por el grosero manoseo de que ha sido objeto Chejov el dramaturgo. Voy a transcribirla aquí, en lo pertinente:
"Hace unos días me estremecí al leer en los diarios que una joven americana, Miss Marian Fell, había publicado en Londres dos colectáneas de sus traducciones de Chejov, y eso me echó a perder el resto del día, porque no había olvidado el tratamiento cruel, indecente, de que la misma joven hizo víctima a Chejov hace tres o cuatro años. En esa ocasión tradujo sus piezas teatrales; y si por el sacrilegio que cometió entonces no ha recibido aún el condigno castigo, bien puede uno preguntar si hay justicia en este mundo." (Dice Chukovski que la traductora opera en ese trabajo las siguientes
metamorfosis: De un perro guardián hace un árbol, "y no la confunde absolutamente la circunstancia de que ese árbol ladra y muerde"; de un hombre hace un país; de Batushkov el poeta, un sacerdote; del crítico Dobroliubov, san Franciso de Asís; de Gogol, un fabulista; del dramaturgo Ostrovski, una isla; de un gato montes, una tigra. Para ella, magistrado es magistratura, y pus es gente... "He gastado unos treinta mil rublos en mi curación" se convierte por obra de ella en "He asistido a varias decenas de miles de pacientes en mi vida". Y "Usted ha sido víctima de su círculo" se transforma en "Usted se ha levantado mal de la cama esta mañana". Luego el artículo continúa así:)
Podría señalar docenas y docenas de pifias ridiculas como éstas, hechas a costa de nuestro poeta; pero me atrevo a pensar que el lector habrá comprendido que ese hermoso libro, con letras de oro en la tapa, merece el fuego y algo peor.
Ahora bien: lo que nos interesa realmente no son, por cierto, los errores cometidos por la encantadora joven que ha traducido el libro: su confusión de fechas, de dinero, de nombres, la libertad que se toma de convertir perros en árboles, y personas en imperios... Lo malo no está en esos errores accidentales, aunque monstruosos, que bien podrían eliminarse, sino en el tono desesperadamente falso, embotado, rudo, en que se sume la traductora sin esperanza de salvación.
Su traducción es, en realidad, un conflicto con Chejov, que asume la forma de una lucha larga y porfiada. Chejov es su gran enemigo. En lo más hondo de su corazón detesta ella el alma complicada y ricamente dotada del poeta. Con exasperación creciente notaba yo cómo iba extrayendo ella, línea a línea, de las obras de Chejov, hasta el último átomo de originalidad y suprimía toda palabra característica, y atenuaba y destruía su perfume, hasta convertirlas en un vulgar mostrador americano.
Por ejemplo, cuando Chejov dice: "Me siento a esperar la Parca.", ella traduce: "Tengo que sentarme aquí, preparado para que en cualquier momento la muerte llame a la puerta." Justamente como el método de Ollendorf. Si alguien dice: "Se ha afeminado, está hecho un miriñaque viejo", ella traduce: "Estoy charlando como una cotorra."El lenguaje enérgico, incisivo, de la mayor parte de los personajes de Chejov le choca como una impropiedad... Arranca de raíz, en masa, todas las expresiones pintorescas y vigorosas. Ella necesita el lenguaje americano, incoloro e insípido, de las novelas americanas que fabrican innumerables solteronas para un número también ilimitado de otras solteronas.
Por ejemplo, si Chejov dice: "Pero la madre es un verdadero rábano", Miss Fell lo corrige: "Pero la madre es tan cicatera." Si alguien observa irónicamente: "¡Propietarios también! ¡Que el diablo lo aguante, son propietarios!" ella traduce en el mismo estilo soso y moribundo de un insignificante manual de educación moral:
"¿Cree usted que, porque tiene una propiedad, puede mandar a todo el mundo?"
Y de ninguna manera permite que uno de los personajes diga: Además, me siento como si me hubiera atracado de hongos». Infaliblemente corrige: "Me siento como si fuera a volverme loco."
Y el resultado de estos esfuerzos es que todos los colores, todos los tonos en Chejov quedan borrados... ¿Hay que sorprenderse de que, cuando la Sociedad Teatral de Londres presentó, hace cuatro años, una de las piezas de Chejov, la actitud del público fuera sarcástica y hostil? La culpa es de miss Fell o de algún otro mutilador...
Por supuesto, sé que, para traducir a Chejov debidamente, hay que ser por lo menos un Díckens; ¿y quién tiene derecho a enojarse con la joven porque ella no es un Díckens? Pero una conciencia literaria común habría debido impedirle el sacrilegio que tan ligeramente ha perpetrado. Mejor es que Inglaterra, Australia, Estados Unidos, no sepan absolutamente nada de Chejov, y no que lo juzguen por una desfiguración vulgar. Por ejemplo ¿quién consentiría en oír a Wágner interpretado por un organillo? ¿Quién colgaría en sus paredes un Ticiano reproducido por un pintor de brocha gorda?"
Y después de haber puesto así en la picota a este mal traductor, Chukovski trata otras cosas.
Queda explicado por qué se traduce mal. Falta explicar ahora por qué, si se traduce mal, se traduce. Esto se explica con sólo cuatro palabras: porque el público quiere.
Cuando el público reaccione y se proponga estar mejor servido, surgirán críticos que, como el que acabo de citar, tengan lista la picota para el mal traductor, y una copa de cicuta para el traductor inepto.

*En 1922, Arturo Costa Álvarez, periodista y traductor argentino, escribió Nuestra lengua, libro dedicado a la lengua española y a la traducción. Los capítulos que hablan de los traductores y de la traducción, y en especial el apartado sobre la traducción literal y la traducción libre, son una muestra magnífica de erudición, conocimiento del oficio y buen humor.

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