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domingo, 20 de janeiro de 2013

PREMIOS LITERARIOS







Mil y un malentendidos acerca de los premios literarios
Por Maximiliano Tomas | Para LA NACION



Hace mucho, mucho tiempo, cuando estaba encargado de la sección Cultura de un diario de tirada nacional (¡siete años martillando la mente de los pobres lectores! No me he confesado aún por esos pecados), sabía que todas las primeras quincenas de octubre iba a tener la misma discusión con los responsables de aquel periódico: ellos estaban convencidos de que la tapa del suplemento debía estar dedicada al flamante ganador del Premio Nobel de Literatura, y yo insistía en que a nadie le importaba el Nobel ni ningún otro premio literario, y que como éramos un medio que se movía con libertad de compromisos ideológicos o comerciales, bien nos convendría a nosotros fijar la agenda, decidir qué vendría a ser lo relevante dentro de los estrechos márgenes del campo cultural. Muchas veces me tocaba perder (finalmente, para algo se inventaron las jerarquías), algunas otras ganar, pero nada me libraba de escuchar la misma argumentación una y otra vez: ¡nos debíamos a nuestro público! ¡A la hora del sumario teníamos que pensar en la gente más que en nuestros propios gustos! (Creo recordar que escuchaba "público", "gente", "consumidores", porque no me viene ahora a la mente la palabra "lectores"). ¿Cómo convencerlos de modificar una de esas antiguas y fatigosas convenciones del periodismo, cómo decirles que nada nos obligaba a celebrar sin discusión las decisiones de un comité radicado en Estocolmo, herederos financieros del inventor de la dinamita, que le habían negado el reconocimiento a escritores como Proust, Pound, Joyce, Nabokov o Borges?
Los premios literarios sirven, en general, para cosas muy diversas. Y son relativamente pocos los que están libres de sospecha. No digo ninguna novedad. Los fallos de los premios nunca podrán aparecer como la última determinación de un proceso impoluto, ajeno a las influencias y las maledicencias, porque bien que mal se trata del resultado de un juicio subjetivo (la valoración de un jurado) sobre algo tan permeable y ajeno al pensamiento científico como el gusto sobre las obras literarias.
En algunos casos, las empresas editoras utilizan estos certámenes (y el premio en metálico prometido como recompensa) como vía de contratación de autores que publican en sellos de la competencia, o como campaña de marketing para promocionar a alguno de sus bestsellers (se me ocurre ahora una regla de evaluación para premios literarios de cierta efectividad: cuanto más dinero hay en juego, menos transparente será el proceso de otorgamiento de ese premio). Tan difundido está todo el asunto, que se pueden escribir artículos en la prensa masiva española que comiencen de esta manera:"Que muchos de los premios literarios comerciales en España suelen tener poco de competitivos y mucho de precocinados no es ni siquiera un secreto a voces, sino una realidad constatada a menudo. Por cada autor revelación que se abre paso a través de los filtros de los lectores profesionales y, finalmente, de un jurado prestigioso, ¿cuántos responden a una estrategia de relanzamiento comercial, o a la necesidad de fidelizar a un autor de la casa garantizándole un plus, o son simplemente una forma de fichar a un autor de la competencia, que los implicados conocen muchos antes de que los originales lleguen a las manos del jurado, que queda digamos que en mal lugar? Muchos. Entre los fichajes vía premio, solo en lo que va del año, se pueden recordar los de Álvaro Pombo (de Anagrama a Destino vía Premio Nadal, operación que ya había efectuado anteriormente a través del Premio Planeta) o Javier Calvo (de Mondadori a Seix Barral vía Premio Biblioteca Breve)".
La finalidad más amable y menos controversial de los premios suele ser la de cuando sirven para descubrir autores nuevos o inéditos (el del Fondo Nacional de las Artes que se otorga como estímulo a la publicación, o el de editoriales más pequeñas como el Indio Rico), cuando sirven para iluminar la obra de un escritor desconocido por el gran público (el Herralde a Roberto Bolaño en 1998 por Los detectives salvajes, por poner apenas un ejemplo), el que reconoce la trayectoria de un autor a través de alguna de sus obras (el Premio de la Crítica que organiza la Fundación El Libro) o los Municipales y Nacionales, a través de los cuales los artistas de diversas disciplinas reciben una mensualidad para continuar haciendo lo que mejor saben.
En algunos casos, las empresas editoras utilizan estos certámenes (y el premio en metálico prometido como recompensa) como vía de contratación de autores que publican en sellos de la competencia, o como campaña de marketing para promocionar a alguno de sus bestsellers
El peor efecto, sin dudas, de estos mismos premios, es que por lo general sirven de alfombra para hacer que la literatura ingrese de lleno en el barroso terreno de las noticias del espectáculo, cuando no de las meramente policiales. Solo durante el año que pasó se tipearon miles de páginas y se invirtieron millones de bits para consignar las controversias sobre la adjudicación del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances por el peruano Alfredo Bryce Echenique (acusado de plagio), o el rechazo de Javier Marías (tímida emulación de la gambeta que Jean-Paul Sartre le hiciera al jurado del Nobel en 1964) a recibir el Premio Nacional de Narrativa que otorga el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España por su novela Los enamoramientos.
Hace dos días me llegó un mail de un amigo escritor, que me decía que quería compartir un link con "lo mejor que vi en televisión en los últimos años". Se trataba de la cobertura, por parte del noticiero de la Televisión Española, de la entrega del Premio Nadal, el galardón literario comercial más antiguo de aquel país, que se concede desde 1944. Esta vez le había tocado recibirlo al periodista y escritor catalán Sergio Vila-Sanjuán (director del suplemento Culturas del diario La Vanguardia), por su novela Estaba en el aire. Pero en la pantalla gigante detrás de la presentadora del programa, para ilustrar la reciente noticia, aparecía bien grande el retrato del tenista mallorquín Rafael Nadal.
Más allá del lapsus del pobre videographista del noticiero (que espero no se haya visto obligado a engrosar la larga lista de desocupados españoles; al fin y al cabo errores análogos se cometen en la prensa especializada argentina a diario: ¡Eugenio Nadal, Rafael Nadal, qué más da, si al final seguro que son parientes!), quizá no sea desacertado pensar en el episodio como un síntoma de la verdadera relevancia que el público en general le da a los premios literarios. Es decir, casi ninguna. Ahora que lo pienso, voy a reenviarles la noticia a mis compañeros de aquel periódico, para que los que pensaban como yo tengan un argumento a favor para la discusión que, seguro, deberán tener el próximo mes de octubre, cuando nos enteremos quién se ha llevado el Nobel esta vez..

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