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sexta-feira, 19 de julho de 2013

DÉJESE DE HISTORIAS





ATILA. Por donde pasaba su caballo no crecía la hierba
ALFONSO BASALLO

Se le atribuye esa frase al caudillo huno, pero parece que no era tan cruel. Socorrió a viudas, mitigó los saqueos de las ciudades conquistadas y prefirió los pactos a la guerra. Y se dejó convencer por el Papa León I y no invadió Roma.

Mató a su hermano para acumular todo el poder de los hunos y guerreó de forma implacable, pero es más humano de lo que ha hecho creer el tópico. Atila no era peor, ni más sanguinario que otros caudillos venidos del Este en los estertores del Imperio romano.
Los hechos demuestran que no era solo un guerrero implacable sino también un negociador, que podía tener rasgos de clemencia y piedad, y que incluso era más refinado de lo que se cree.
Los hunos procedían de las estepas del centro de Asia y se habían desplazado a lo que podíamos llamar el patio trasero del Imperio romano (al Este de Europa) como consecuencia del doble big bang: demográfico y geoestratégico. Parte de su éxito militar se debía a su densidad numérica. Y viajaron al Este presionando a las tribus germánicas contra los límites del Imperio, porque ellos a su vez no habían podido quebrar la línea defensiva de China.
Intervino en favor de una viuda que tenía 10 hijos y la colmó de regalos.
Nacido el 404 en la llanura húngara (Panonia), Atila demostró ingenio para imponerse a los demás jefes de los clanes. Atila engrandeció el legado que le había pasado su tío, el rey Rugila. Su vasto territorio abarcaba desde las llanuras centroeuropeas hasta los Urales.
Su destino era expandirse. Exigió tributos a Constantinopla, atacó las Galias y a finalmente Italia. Los romanos se aliaron a los visigodos, e hicieron frente a los hunos en la batalla de los Campos Cataláunicos, (451). El Imperio se salvó por los pelos.
Pero un año después, Atila saqueó Milán y después se dirigió hacia la propia Roma. Era una multitud de jinetes pequeños, de tez amarilla y ojos rasgados, ataviados con pieles, con el rostro desfigurado por las cicatrices. Valentiniano daba prácticamente por perdida la Urbe: llegó a la conclusión de que no valía la pena luchar. Así que se puso de acuerdo con el papa León I, llamado el Grande, para mandar una embajada de senadores a Atila.
La entrevista se celebró a orillas del río Po. No se conocen los detalles de aquel encuentro trascendental y surrealista (un venerable Papa ante un caudillo que había hecho temblar a medio mundo). Pero lo cierto es que, al terminar, Atila dio media vuelta y Roma se salvó. Lo cual demuestra el temple de León el Grande, pero también que el rey de los hunos era capaz de dialogar.
El escritor Calímaco afirma que en las conquistas de las ciudades italianas prohibió a sus hombres que se excedieran e hizo lo posible por evitar que se ensañaran con los prisioneros. Este autor refiere, además, que una vez tomada la población, establecía un rudimentario sistema de orden y trataba de hacer justicia. En un caso, siempre según Calímaco, fue aún más lejos e intervino a favor de una viuda de Troyes (Galia) que tenía 10 hijos y la colmó de regalos.
Pedro Voltes recuerda que tuvo una insólita reacción de clemencia cuando el emperador Teodosio II envió contra Atila «a unos asesinos para que se infiltraran en su campamento y lo mataran» El caudillo huno los descubrió pero no ordenó ejecutarlos, sino que exigió al emperador un rescate por ellos. Atila no perdía ocasión de obtener el máximo beneficio económico, lo cual denota un carácter mucho más negociador que guerrero. Parecidas impresiones tienen otros autores contemporáneos de Atila como Cándido o Juan de Antioquía.
Otro de los tópicos que los hechos desmienten es que el caudillo de las estepas fuera rudo y salvaje. Nunca alcanzó el nivel de refinamiento de Roma, pero en su rudimentaria corte de Budapest tenía varios palacios con termas.
Todo ellos pone de relieve que Atila tenía dos caras y que estuvo interesado en que corriera como la pólvora la más negativa de las dos. La moderna historiografía ha demostrado que le complacía el apelativo de «Azote de Dios» por su efecto propagandístico. El temor fue su arma favorita. Cada vez que ejecutaba fríamente a un par de prisioneros sabía que se producía un efecto de bola de nieve: los dos se multiplicaban y se convertían en doscientos.

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