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sábado, 3 de agosto de 2013
LA CRUZADA DEL OCÉANO
Y entonces apareció Hernán Cortés
por SANTIAGO MARTÍN SALVADOR en La Gaceta - España
Cuba, febrero de 1519. Un hombre culmina a toda prisa los preparativos de una gran expedición. Lo que se le ha encomendado es poca cosa: reconocer la costa del Yucatán, en lo que hoy es México, y comerciar con los nativos. Pero ese hombre aspira a más. Ese hombre aspira a la gloria. Ese hombre se llama Hernán Cortés.
La flota que precipitadamente se alinea en Santiago de Cuba es impresionante. Once barcos, 109 marineros, 508 soldados, 32 ballesteros, 13 escopeteros, 16 jinetes, 200 indios de servicio, algunos negros… Los barcos transportan también una importante cantidad de caballos y perros. Y una buena panoplia artillera: 10 cañones de bronce y 4 falconetes.
¿Para qué semejante despliegue? El gobernador de la isla, Velázquez, no le ha encargado más que un mero reconocimiento del litoral y ensayar algún comercio con los indígenas. Pero Cortés ha oído hablar de los tesoros de la región y de las grandes ciudades que esas selvas esconden, y quiere conquistarlas. Por desgracia para el aventurero, Velázquez se entera: no es eso lo que él le ha mandado. Desconfía de Cortés. Planea quitarle el mando. Por eso nuestro hombre se apresura: hay que partir antes de que llegue la contraorden del gobernador.
Hernán Cortés ya ha salido en nuestro relato: es ese extremeño que llegó a Cuba escoltando a Diego Velázquez e inmediatamente se hizo cargo de labores administrativas. Había nacido en Medellín en 1485, hijo de hidalgos pobres. A los 14 años le mandaron a estudiar a Salamanca. Dos años después aparece de nuevo en Medellín y se dedica a la “vida alegre”. Cuando se entera de que la Corona prepara una gran expedición a las Indias –era la de Ovando- corre a enrolarse, pero en los días previos se enamora de una dama casada, se decide a rondarla, sube a los muros de la casa de su amada, se cae de la tapia y se pega tal golpe que queda fuera de combate. Cuando se recupera, viaja a Valencia para alistarse en las tropas que van a Italia, con el Gran Capitán, pero tampoco llega a tiempo. Sólo en 1504 logra entrar en una de las expediciones a las Indias. Desembarca en La Española y allí conoce a su mentor: Diego Velázquez.
Cortés estuvo con Velázquez en la campaña de pacificación de La Española. Gracias a eso obtuvo una encomienda y pudo hacer una cierta fortuna. Supo ganarse la confianza de las autoridades locales, empezando por el propio Velázquez, que le aupó para ser escribano del ayuntamiento de Azúa. Después llegó Diego Colón y entre sus primeras decisiones estuvo la conquista de Cuba. La operación la dirigió Velázquez en calidad de gobernador y llevó consigo a Cortés. Cuando aparecieron por Cuba los primeros colonos, entre ellos vinieron dos hermanas que harían historia: María y Catalina Juárez. Velázquez se casó con María; Cortés, con Catalina. Sólida alianza. Los encomenderos de Cuba quisieron derrocar a Velázquez por un supuesto fraude a la Hacienda real, y Cortés se las arregló para proteger a Velázquez sin enemistarse con los demás. Cinco años después de su llegada a las Indias, Hernán se había convertido en la mano derecha del gobernador. Y un hombre rico.
Hasta este momento, nada en Cortés, dedicado a labores administrativas en Cuba, anunciaba al futuro conquistador de México. De hecho, cuando Velázquez planeó dar el salto al Yucatán, ni siquiera pensó en su concuñado. Otros fueron los encargados de la misión: Francisco Hernández de Córdoba, primero, y Juan de Grijalva después. Hernández de Córdoba era uno de los pioneros de Cuba. Y era, además, muy rico. Cosa que conviene subrayar porque, en general, estas expediciones funcionaban como empresas privadas: el capitán ponía su dinero, armaba a la hueste y, a cambio, sabía que obtendría una buena porción (el “rescate”, se llamaba) del botín obtenido en las tierras descubiertas. Hernández de Córdoba, pues, fue el primero en ir a Yucatán. Era 1517. Y lo que descubrió iba a alimentar muchas esperanzas.
Los precursores
¿Qué descubrió el explorador? “Casas de cal y canto”. Es decir, una cultura avanzada, capaz de levantar construcciones de piedra. Hasta entonces los españoles sólo habían encontrado tribus primitivas que vivían en chozas de palma. Pero lo del Yucatán era otra cosa: sociedades jerarquizadas y complejas, con castas diferenciadas de sacerdotes y guerreros, caminos trazados con inteligencia y poblaciones habitadas por auténticas multitudes. Y además, oro.
El siguiente en intentarlo fue Juan de Grijalva, otro pionero de La Española y de Cuba. Una vez más se escogió como piloto a Antonio de Alaminos. Grijalva, escarmentado en cabeza ajena, quiso prevenir cualquier ataque indígena y se hizo acompañar por 4 navíos y 240 hombres. Entre enero y julio de 1518 recorrió detalladamente la costa del Yucatán. Desembarcó en el lugar donde había sido atacada la expedición de Hernández de Córdoba y derrotó a los nativos. En su itinerario halló un gran río. La expedición ascendió su curso y descubrió algo fascinante: una ciudad. Se trataba de la población maya de Potonchan, el dominio del cacique Tabscoob. Era la primera vez que los españoles tomaban contacto directo con la civilización maya.
Grijalva intentó trabar amistad con Tabscoob. El intercambio de regalos fue sumamente ilustrativo. El capellán de la flota, Juan Díaz, dejó escrita la escena con rasgos muy vivos: “Otro día en la mañana vino el cacique o señor en una canoa, y le dijo al capitán que entrase en la embarcación, luego le dijo a unos indios que vistiesen al capitán con un coselete y unos brazaletes de oro, borceguíes hasta media pierna con adornos de oro, y en la cabeza le puso una corona de oro. El capitán mandó a los suyos que vistiesen al cacique con un jubón de terciopelo verde, calzas rosadas, un sayo, unos alpargates y una gorra de terciopelo”.
Mucho oro, sí. Y todavía había más –refirieron los mayas- hacia donde el sol se pone, “en Culúa y México”, donde hay un imperio muy poderoso. “Nosotros no sabíamos que cosa era Colúa ni aún México”, anota Bernal Díaz del Castillo, que estuvo en aquella expedición. Era la primera noticia que recibían los españoles sobre el imperio azteca de Moctezuma.
Cuando escasearon las provisiones, Grijalva decidió regresar a Cuba. En mala hora lo hizo: el gobernador Velázquez, enojado al ver que no había establecido colonia alguna en aquella tierra, ordenó su destitución. Grijalva, humillado y resentido, decidió abandonar Cuba y viajar al Darién para ponerse a las órdenes de Pedrarias Dávila, de quien ya hemos hablado aquí. Así quedaba vacante la plaza de capitán de la siguiente expedición al Yucatán. Y Hernán Cortés cogió la oportunidad al vuelo.
Algo raro debió de ver el gobernador Velázquez en la manera en que Hernán Cortés preparaba su expedición. Quizá le alarmó el grueso número de la hueste –casi 1.000 hombres entre soldados, marineros e indios- o quizá prestó oído a las voces que, en Cuba, desconfiaban del ambicioso encomendero. El hecho es que Velázquez empezó a acariciar la idea de destituir a Cortés, éste lo supo y, precavido, quemó etapas. De ahí su prisa en zarpar. Cuando la orden de destitución llegó a destino, Hernán Cortés ya navegaba rumbo a Yucatán.
A Cortés le esperaba una de las odiseas más asombrosas jamás vivida por ser humano alguno. De entrada, los nuestros encontraron a dos supervivientes de antiguos naufragios: Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero.
Náufragos
Ocho años antes –aquí lo hemos contado-, después de fundar el asentamiento de Santa María la Antigua del Darién, Balboa envió a La Española un barco para dar cuenta del hecho y entregar el quinto real del botín. Una tormenta llevó el barco a pique. Sólo veinte miembros del pasaje -18 hombres y dos mujeres- lograron salvarse. Lo que les esperaba era un infierno de sal, hambre y sed. Doce murieron en el trayecto. Ocho llegaron vivos a las playas del Yucatán. Pero no estaban salvados: les esperaba el encuentro con tribus hostiles que no dejarían de acosarles. Al cabo de unos meses, sólo dos habían eludido a la muerte. Uno de ellos, Aguilar, se instaló en la isla de Cozumel y desde entonces convivió los nativos. El otro que también se salvó, Guerrero, se integró igualmente en las comunidades mayas del interior. Es poco verosímil que la nueva expedición careciera de noticias sobre ellos; lo más probable es que ya supieran de su existencia, como da a entender Bernal Díaz del Castillo. El hecho es que Cortés decidió enrolarlos en su hueste. A través de un indio intérprete, Melchor, envió cartas a los caciques de los pueblos donde se hallaban los náufragos.
Jerónimo de Aguilar fue el primero en recibir la carta del capitán. Fue el propio Aguilar quien llevó a Guerrero el segundo mensaje. “Hermano Aguilar –contestó Gonzalo Guerrero-, yo soy casado y tengo tres hijos. Tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras, la cara tengo labrada y horadadas las orejas. ¿Que dirán de mi esos españoles, si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que estos mis hijitos son bonitos, y dadme por vida vuestra de esas cuentas verdes que traéis, para darles, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra”. Guerrero, en efecto, se había convertido ya en un maya y con los mayas permanecería.
Aguilar, por el contrario, estará junto a Cortés durante toda la conquista. Será su intérprete de lengua maya y, con frecuencia, también su embajador. Fue Aguilar quien condujo a la expedición a su próximo destino: el río Tabasco. Allí sería su primera batalla. La conquista de México había comenzado.
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