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terça-feira, 24 de setembro de 2013

LEER EN EL BAÑO

Nunca entendí esa costumbre de sentarse a leer en el inodoro. No entiendo cómo bajarse los pantalones ―o la pollera― puede predisponer para la lectura. Una silla, un banco de plaza, la cama, el piso, estar de pie con la espalda apoyada contra una pared, un asiento del colectivo, del avión o del tren; cualquier opción es mejor que un retrete, es decir, un dispositivo cuyo propósito es evacuar todas las pruebas materiales de que Dios no existe (como pudo haber dicho Milan Kundera, quien creía que “ningún Dios podría haber concebido una forma de vida en la que fuera necesario cagar”). Dedicarle más de dos o tres minutos a la excreción es un despropósito. Además, cualquiera que haya visto Arma mortal 2 sabe de los riesgos de sentarse a leer en el baño: un grupo de racistas sudafricanos podría haber escondido una bomba bajo la taza.

En los últimos años aparecieron varios estudios que enfatizaban las virtudes de leer en el inodoro, o por el contrario, los problemas que puede traer aparejados. Relajamiento por un lado, contaminación microbiana por el otro. Al final todo termina con la anécdota de que Henry Miller leyó el Ulises de James Joyce en el excusado.

Hay mucha pose alrededor de la lectura en el inodoro. No hace falta ser Sherlock Holmes para notar que mucho material de lectura de tocador fue cuidadosamente elegido para impresionar a las posibles visitas. Cuando pasan al baño de alguien y se encuentran con Vidas de los sofistas de Filóstrato de Atenas casualmente a la vista, ahí tienen a alguien que dedicó mucho tiempo no a evacuar las heces sino a cavilar cómo forjarse una reputación de erudito. En ese sentido, me parece más natural encontrar el diario del día doblado sobre el bidet. Me lo creo más. Aunque no por ello pueda aceptar que el inodoro es el mejor sitio para leerlo; ni siquiera un inodoro público en una estación de servicios o en los sanitarios de un edificio de oficinas, como suelen insistir en las películas.

Las películas han forjado muchas imágenes discutibles respecto a los usos del baño. Ya no hablo sólo del inodoro, sino del cuarto de baño en general. Por ejemplo, el cliché fílmico de escuchar música en la bañera con auriculares. Aunque soy un fundamentalista de la ducha y tampoco entiendo esa costumbre de quedarse adormilado en una bañera llena de espuma, puedo aceptar que resulta un poco menos absurda que leer a Filóstrato de Atenas en el inodoro. Un poco menos, sólo un poco, pues el sitio de relax suele estar ubicado a medio metro del recipiente de lectura en el que se excretan las defecaciones corporales. Las personas que escuchan música en las películas suelen ser señoritas que rápidamente serán atacadas por babosas extraterrestres, asesinos seriales o Freddy Krueger. Siempre me maravilló la rapidez con que se adormecen, la tranquilidad de sus rostros. Una vez hice el experimento y apenas aguanté media canción. El cable de los auriculares se metía en el agua y temía que se estropearan; luego estaba el problema de agarrar el iPod con las manos mojadas. Ponerse los cascos para relajarse en la bañera me resultó casi tan inadmisible como dedicar más de dos minutos diarios al inodoro. Digamos entonces que el secreto para una buena vida está en entrar y salir del baño lo más rápido posible.

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