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domingo, 9 de fevereiro de 2014

LA LENGUA VIVA







La comunicación deshumanizada
Amando de Miguel en Libertad Digital


No es cierto que el lenguaje y los símbolos hayan hecho que en nuestra sociedad estemos mejor comunicados y la vida sea más fácil que en el pasado. Hay mil ilustraciones sobre esa irritante deshumanización en los mensajes que recibimos por todas partes. Lo que sí ha progresado es su cantidad. En el buzón del cartero ya no hay más que papeles de bancos, multas de tráfico y propagandas inanes. Pero el correo electrónico rebosa a todas horas de comunicaciones, mensajes y solicitudes de toda índole. Una gran parte de esos correos los emiten personas que no conocemos. Lo malo es que ha aparecido una nueva exigencia social: abrir el correo electrónico todos los días. Es más, muchas veces se nos exige que contestemos a vuelta de correo, como antes se decía.

Antes se comentaba que una definición de analfabeto era la persona incapaz de entender un documento oficial, un oficio cualquiera. Hoy sabe leer casi toda la población, pero ni siquiera un título universitario faculta para descifrar el recibo de la luz (= electricidad) o los siniestros papeles de la Agencia Tributaria. A ver quién es el listo que sabe hacerse con el contenido de un contrato de seguros o de asistencia técnica. Necesitamos trujimanes para que nos interpreten todo eso.

No intente usted entender lo que dice un informe médico sobre su persona. Solo está claro para otro profesional sanitario. En esas hojas cabalísticas bailan las siglas en todo su esplendor. Hay que ver las vueltas que dan los galenos para que no aparezca la vitanda palabra cáncer. Tampoco es manca la literatura de los prospectos de las medicinas. Su función es la de aterrorizar al paciente. Lo consiguen, claro.

Por todas partes florecen los letreros de "prohibido", a veces "terminantemente prohibido". Por lo menos ha desparecido aquel viejo cartel de "Se prohíbe bajar en ascensor”. No se colige bien quién prohíbe tantas cosas y por qué. Nos acercamos a la estación de la Renfe (o como se llame ahora) para recibir a un colega que llega de un lugar lejano. No se puede pasar, no ya al andén por donde se desplaza el tren, ni siquiera al espacio donde hasta hace poco se recibía a los viajeros. Da la impresión de que la proximidad a los que bajan del tren puede ser causa de alguna enfermedad contagiosa.

Por todas partes nos rodean ejércitos de siglas, acrónimos y logotipos difíciles de descifrar. Se nos obliga a retener cifras inverosímiles de la cuenta del banco, de las claves fiscales, de la afiliación a Muface (otro acrónimo), del DNI (este es más fácil). Los cachivaches electrónicos nos fuerzan a proveernos de números secretos para operarlos. Solo nos falta que nos los implanten en el cerebro. Nos dicen que toda esa complicación es por nuestra seguridad. No se me alcanza.

En teoría, la comunicación verbal se ha facilitado enormemente con el teléfono ubicuo. Pero intente usted llamar a una persona con alguna responsabilidad, por ejemplo, para cobrar un recibillo. No hay forma. Lo más probable es que un frío edecán le conteste: "Deje usted su teléfono; ya le llamarán". Y no llaman, claro. Eso cuando la llamada no entra en un contestador programado: "Si desea hablar con Contabilidad, marque uno; con Atención al Cliente, marque dos", etc. Todo eso, a veces, después de un ratito de música clásica.

Los ejemplos anteriores ilustran la dificultad para comunicarnos que hoy nos acecha. Cada vez son más las personas encargadas de controlar, vigilar, filtrar, inspeccionar, supervisar, evaluar, intermediar, auditar lo que nos corresponde a la gente del común. Por lo mismo son innúmeras las personas dedicadas a elaborar leyes, reglamentos, protocolos de actuación, normas de todo tipo. Se comprende que tenga que justificar sus respectivos sueldos, pero al final nos hacen la vida imposible.

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