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quinta-feira, 15 de maio de 2014

CERVANTES EN LA ÍNSULA DE SAN BORONDÓN


Hace un par de años un escritor norteamericano de cuyo nombre no quiero acordarme afirmó que el español es un idioma de esclavos y de criadas domésticas, y que nada valioso se había escrito en nuestro idioma, qué desfachatez y qué complejo de superioridad. Cuentan también las crónicas que hace relativamente poco tiempo hubo boatos oficiales por el cuarto centenario de la publicación del Quijote, pero sigue planteada la duda de si todo el espectáculo sirvió para algo socialmente útil, por ejemplo para que nuestra gente lea y conozca aunque solo sea por las solapas el más universal de nuestros textos, ese que sigue escondido porque nadie lo ha leído. Los políticos y asesores una vez más inflaron presupuestos para saraos y divertimentos con tal de salir en la foto, y ya está. Seguimos siendo un pueblo con un perfil cultural bajo, y probablemente la única solución para que la plebe aprenda algo sería que dentro de la bazofia de la telebasura las famosillas y los famosillos se insultaran lanzándose frases de la novela, eso sí: con mucho griterío y a ser posible largando algún que otro guantazo. Por otra parte ya se sabe que -además de los programadores de televisión- los peores enemigos del adelanto en la ilustración de las masas son los funcionarios de la cultura, aquellos que entienden que la cosa sólo va de reparto de subvenciones y golpecitos en la espalda a los amiguetes.
El difunto Miguel de Cervantes no gozó ni de una cosa ni de la otra; tuvo una vida crucificada aunque cuatro siglos después lo cobija la gloria, aunque nunca lo han amparado los lectores en nuestra tierra. Y en La Mancha tenía que ser donde imaginara las andanzas trágicas, filosóficas y cómicas de sus personajes, esa visión profunda de la propia existencia humana, ese desvarío genial. Fue en el páramo horizontal de ríos sin agua entre leves ondulaciones, cultivos de secano, cereales, viñas y olivos, en esa tierra de nadie donde la gente casi ni está y donde es fácil sentir la insularidad dentro del continente.
En efecto, La Mancha es una especie de isla invisible como San Borondón, donde los perros dormitan a la entrada de los caseríos y donde las almas en pena nos recuerdan los cuentos de Juan Rulfo. En nuestra estancia peninsular, recorrimos los pueblos de la Ruta, nos encontramos que los lugares cervantinos de algunos de ellos ni estaban señalizados debidamente, apenas había huellas de los hitos marcados en el gran libro. Las lagunas de Ruidera, Puerto Lápice, Campo de Criptana con sus molinos, igual que Consuegra, El Toboso, Pedro Muñoz, Argamasilla de Alba con su famosa Cueva de Medrano donde la tradición dice que estuvo preso el autor y allí escribió el gran libro. En una taberna de Puerto Lápice nos sucedió que una pareja de profesores norteamericanos que seguían el mismo camino demostraron saber más del Quijote que cualquiera de nosotros. La España pobre y negra de otros tiempos sale al encuentro del caminante con su carga de ignorancia, de milagrerías imposibles, de politiquerías vanas, de crueldades y renuncias.
En definitiva, La Mancha es viva imagen del país agarrotado del ayer y aguarda una redención complicada, allí se asienta un conjunto de hidalgos venidos a menos y de Sanchos enriquecidos por el boom del cemento y los servicios turísticos, un pueblo de insolidarios en el que cada cual se las ventila a su aire. Puede que el vasto territorio de soledades por donde se pierde Don Quijote constituya una parte del alma de este pueblo de tendencias toscas que todavía casi ni se reconoce a sí mismo salvo en las peleas de la tribu: ahora mismo casi nadie quiere ser español de la misma manera que resulta difícil aceptar la bandera rojigualda por venir con la carga de muertos de una guerra civil. Al otro lado, los anglosajones manejan al dedillo las citas de Shakespeare, como si fuesen salmos de la Biblia, y nosotros seguimos siendo amigos de la escasa lectura y por consiguiente de la ignorancia.
El gran Agustín Espinosa dijo que cada una de nuestras islas es "la isla de las maldiciones". Una imagen negativa de cuando padecíamos el doble o el triple aislamiento, en aquellos años de la juventud del autor solo había pobreza y un velero clandestino para salir huyendo a Venezuela. A buen seguro que en la apreciación de Agustín influyeron los acontecimientos que le tocaron vivir al mejor de los escritores surrealistas de España: represiones, pérdida de derechos, muerte prematura. Fue una época de imprescindibles convicciones, todo aquel que no se enfundara la camisa azul tenía medio pasaporte a ser arrojado a un pozo seco, a una Mar Fea, a una cuneta de una carretera sin nombre. Ahora que nos visitan millones de turistas, cuando a pesar de la crisis el nivel de vida se ha elevado, aquí Don Quijote y Sancho son espejos de nosotros mismos. Menos mal que, más allá de las ambiciones y las trapisondas, San Borondón es invisible e indivisible, mágica e ingobernable como una Ínsula Barataria.
También es una parte de nuestra alma conturbada por viejas peleas que probablemente se resolverían si saliéramos campo a través a encontrar a gente como tú capaz de hacernos reflexionar sobre las cosas más elementales, las que más calan en las entrañas. En tu gran libro te refugias de tus penalidades y grandezas, de tus estancias en la cárcel y de tus huidas, de los encantamientos de Merlín y de toda tu corte. Por eso, querido y admirado Miguel, quisiéramos ser dignos de considerarnos hijos tuyos, loquinarios y utópicos, soñadores de un mundo mejor.

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