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sexta-feira, 20 de junho de 2014

LA CORRECCIÓN DEL LIBRO


 EN EL PAÍS - ESPAÑA


Así como hay escritores hembra y escritores macho, más pasivos o más activos, según la distinción de Cortázar, hay también escritores facundos y escritores lacónicos cuyo respectivo carácter se manifiesta especialmente en el momento decisivo de la última corrección.


En este proceso de acabado, el más gratificador de la creación, hay escritores que añaden líneas, párrafos e incluso páginas mientras los otros tienden impulsivamente a cortar y acorar. Esto incluso sobre las mismas galeradas y ante el estupor consiguiente del editor.
Quien corrige agregando, halla en fragmentos de lo escrito una impensada inspiración y no se resiste a añadir un montón frases. El otro escritor, por el contrario, odia la paja y se muere por la precisión.
Efectivamente, los buenos narradores, no son ni los de las 900 páginas ni los de 90. El buen narrador se caracteriza tanto por el ajustado cimiento del lenguaje como por los seductores cortejos, largos o no. Si se trata de novelistas, aquello que cortan, prefieren el golpe seco y si se trata de ensayistas, su objetivo es despojar a la idea de ropas y hacerla irradiar en cueros. Con esto corre el riesgo, claro está, de que si su puntería no es exacta el concepto se perderá improductivamente en su maniático afán de parecer exquisito.
En sentido opuesto, quien construye el libro con profusión y hasta con repeticiones notorias cree aumentar la probabilidad de capturar al lector masivo a costa del fulgor. Quien corta aspira a que su escritura luzca por su lucidez mientras que el que añade espera superfluos beneficios de la frondosidad.
En todo caso, ¿qué opción es aconsejable cuando llegan las galeradas a casa y es ya inminente la publicación? ¿Dejaremos a medio decir aquello que brilla por enteco o nos pasamos en prosopopeyas que embarran la inteligencia del receptor?
En este dilema, en este último y definitivo momento de corregir las galeradas, adquiere más relevancia que nunca los factores de la comunicación. ¿Se entiende o no se entiende bien lo escrito? ¿Se trasmite eficazmente o se ha embotado el mensaje por exceso de grasa? No hay intervalo más crítico para el escritor que este en que debe autocriticarse con toda urgencia y en relación con el receptor. ¿Resultado? El resultado es un penar.
Hay quien desea creer que su libro no ha hecho concesión alguna a la multitud común. Pero otros, para los que no hay multitud o sino respetable público, prefieren incrementar el aforo de la exposición. Ahora bien ¿con esta superexposición no se velará el artículo? Esto es lo que teme el autor partidario de acortar. Cada palabra, cada fragmento del texto deberá poseer un valor unívoco a salvo de veladuras bajo el sol popular. En caricatura, el primer individuo es un charlatán y el segundo, en caricatura, un místico.
Obviamente, no hay reglas absolutas para elegir una u otra opción. Pero como el autor trata de encarnarse más que nunca en el lector cuando ve el libro al borde de su publicación, tenderá a comportarse simultáneamente como fabricante y como consumidor. De hecho, nunca el marketing, en su sentido más noble, requiere tanta destreza puesto que, en el extremo, tanto unos como otros, alargadores y acortadores, lo que desean es tanto vender como enamorar. Ser, en definitiva, apreciados y amados sin separaciones entre el suicidio implícito en su obra impresa y el ojo asesino del inclemente lector.

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