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sexta-feira, 13 de junho de 2014

LIBROS

Bibliotecario antes que escritor






En el principio fue el libro, luego se hizo la biblioteca y por último fue engendrado el autor. A modo de una cosmogonía egipcia, védica u órfica, se diría que, circularmente, un huevo original engendra a la gallina. El universo es la biblioteca y el demiurgo se pierde en ella antes de crearla y queda fascinado por sus insólitos recovecos. Debemos a Jorge Luis Borges toda una serie de metáforas y geniales intuiciones sobre la biblioteca cósmica y él acaso encabeza este elenco interesantísimo de vidas de escritores que fueron bibliotecarios, recopilado por el filólogo Ángel Esteban y que incluye autores modernos y renacentistas, españoles, latinoamericanos y universales. «Dios me hizo poeta y yo me hice bibliotecaria». La magnífica cita es de Gloria Fuertes, otra de las incluidas en este libro llamado «El escritor en su paraíso».
Ante todo hay que recordar que los primeros bibliotecarios de la historia fueron escritores y que ambas profesiones (o vocaciones) se han retroalimentado a lo largo de los siglos. Cuando los monarcas helenísticos de Egipto, los lágidas o Ptolomeos tomaron la insólita decisión de crear los primeros establecimientos culturales financiados por el Estado, la Biblioteca y el Museo de Alejandría, se sentaban las bases de esta comunicación entre la creación literaria y la pretensión de recopilar el saber y las obras más selectas del universo. «Hoi enkrithentes», los denominados «los incluidos», eran libros canónicos en los estantes de Alejandría. Eran clasificados en los famosos pínakes nada menos que por el genial poeta Calímaco, bibliotecario de Alejandría y autor de preciosistas poemas. También su gran rival Apolonio de Rodas, poeta épico y a propósito del cual seguramente Calímaco dijo aquello de «un gran libro es un gran mal», también trabajó en la biblioteca. Son sólo dos ejemplos de escritores bibliotecarios de la Antigüedad. También la filología nació entonces –y la benemérita nota a pie de página, y los acentos, y los signos de puntuación– de la mano de otros enamorados de los libros que iniciaron una tradición bibliófila y bibliográfica que no cesa (pese al cambio de formato, del rollo de papiro al códice, del papel al e-book)
El escritor en su paraíso nos presenta un espléndido catálogo –al modo calimaqueo– de semblanzas de conocidos autores que sintieron el anhelo de los libros, desde Arias Montano, el bibliófilo Gallardo o el polígrafo Menéndez Pelayo a otros más insólitos –o de faceta bibliotecaria menos conocida– como Reinaldo Arenas, Proust, Hölderlin y Stephen King. Sus vidas y obras, esbozadas brevemente pero de forma documentada y atractiva, se unen en el punto común de los libros nutricios, a veces no sólo espiritualmente sino incluso como empeño laboral o como balsa salvavidas. A todas estas existencias literarias se une una última, la de Vargas Llosa, cuya voz y confesión bibliófila también descubrimos en el prólogo. Otro aliciente más para disfrutar de él y sumergirnos en una biblioteca literaria cósmica.


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