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sábado, 25 de outubro de 2014
JUAN ESTEBAN CONSTAIN
Uso de buen retiro
Casi nadie ha despedido con honores a las 1.350 palabras que fueron jubiladas del diccionario corriente, y que ahora caminan por esa especie de parque para retirados que es el 'Nuevo diccionario histórico del español'.
El viernes pasado se presentó en Madrid la 23.ª edición del Diccionario de la lengua española: el adorable y temible y siempre útil y siempre infamado DRAE, que ya circula por las calles de nuestro idioma, tan variado y tan rico, a ambos lados del mar. Así que ya está aquí y allá, desde el 17 de octubre, este libro sin fin que es al mismo tiempo un tesoro y un cementerio, una dicha y un castigo, un encuentro y un desencuentro. Porque cada quien, como ocurre también con el espejo, tiene el diccionario que se merece.
El español es además una lengua agitada y vital, como suelen serlo todas, o casi todas, aun aquellas a las que muchos llaman ‘lenguas muertas’ y que todavía conservan el alma de lo que fueron, de lo que son. Basta con invocarlas de nuevo al soplar sus brasas, sus palabras, para que todo el universo que yace en ellas vuelva a arder otra vez, como quien atiza el fuego. Porque eso también son las lenguas, antiguas o nuevas: concepciones del mundo, maneras de ser y de pensar. La memoria y la cultura.
Solo que la nuestra, el español –o el castellano, como también la llaman muchos–, está hecha de miles y miles de hablantes y de voces que la usan y la manosean a diario: más de 495 millones de personas que en Barcelona o en Lima, en Cali o en Boca Ratón, en el mundo entero, se entienden con ella y por ella, o tratan de hacerlo, o creen hacerlo. Todas con una lengua común que las une y las separa, las dos cosas, y que es tan múltiple y variada como las sangres y las razas y las gargantas que la pueblan.
Iba a decir que además en nuestro idioma tenemos el cernidor oficial y único de la Academia, a diferencia de lo que pasa en otros, donde los diccionarios, por ejemplo, han sido más la labor de héroes solitarios que los han levantado piedra sobre piedra, palabra a palabra. Pero no es cierto, y aquí también tuvimos a María Moliner o a Sebastián de Covarrubias, y de ellos se podría decir casi lo mismo que dijo un señor que vio caminando por las calles de Londres una vez al Doctor Johnson: “Allá va el autor de la lengua inglesa”.
Los autores de la lengua española somos todos nosotros, todos los días, y la Academia tiene la ingrata tarea notarial de ir detrás recogiendo el reguero, siempre con un pie en la calle y el otro en los libros. Diciendo qué se puede decir y qué no, aunque al final cada quien dice lo que se le da la gana y como se le da la gana (son las 12 de la noche, ya es mañana), y el uso manda y frente a la sabiduría del barrio y la cantina no hay norma que valga.
En este nuevo diccionario, por ejemplo, los medios han celebrado la inclusión de muchas palabras que hacía tiempo se merecían que la Academia las sacara a vivir como es: 5.000 nuevas voces entre las que están ‘serendipia’, ‘culamen’, ‘tuitear’, ‘papichulo’, ‘amigovio’, ‘teletrabajo’, ‘birra’, ‘hacker’, ‘tableta’, ‘wifi’, ‘frikis’, ‘espanglish’, ‘bloguero’, ‘chat’, ‘sunami’, ‘identikit’, ‘digitalizar’, ‘lonchera’ y hasta la siniestra y ya incontenible ‘empoderar’. Esas y muchas más.
Casi nadie ha despedido con honores, sin embargo, a las 1.350 palabras que desde la semana pasada fueron jubiladas del diccionario corriente, y que ahora caminan, recién llegadas, mirando alrededor con nostalgia y fascinación, por esa especie de parque para retirados que es el Nuevo diccionario histórico del español. Un parque y un paraíso al que entran, por ejemplo, ‘boleador’ y ‘calántica’, y una hermosa palabra que estuvo desde el principio, desde el diccionario de 1737: ‘sagrativamente’, que quiere decir con misterio.
Sagrativamente las palabras que fuimos y que somos. Las que llegan, las que se van. Y basta soplarlas –decirlas– para que vuelvan a arder.
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín
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