Pancracio Celdrán, padre de la obra «El Gran Libro de los Insultos», publicado por la editorial La Esfera, expone que un calavera es todo «hombre de escaso juicio y mal asiento; persona alocada y viciosa, irresponsable, de vida disoluta».
Mariano José de Larra se remonta a la Grecia clásica para buscar un ejemplar de esta especie:
El famoso Alcibiades era el calavera más perfecto de Atenas.
Las hipótesis en torno a este ofensa son muy variadas. Celdrán explica que es «uso alusivo a quien se entrega a una vida desordenada, a consecuencia de lo cual terminan trasluciéndosele los huesos de la cara de modo que parece una calavera». Sin embargo, también apunta en la dirección de que «otros creen que se dijo por el disfraz de esqueletoque los señoritos juerguistas gustaban llevar en los bailes de máscaras».
Tampoco es disparato asociar esta ofensa con un verbo de uso reiterativo por Cervantes: Encalabrinar, o en otras palabras, turbar la cabeza o sorber el seso.
El novelista cordobés Juan Valera emplea así el término en la segunda mitad del siglo XIX:
Tenía además un hijo mayor que Pepita, que había sido gran calavera en el lugar.
Por su parte, el dramaturgo Carlos Arniches utiliza el calificativo con el valor semántico de libertino y vicioso en varias piezas teatrales del primer cuarto del XX conocidas como juguetes cómicos.
En la misma época Pedro Felipe Monlau escribe El heredero o los calaveras parásitos, donde cuenta las andanzas del sujeto degenerado y crapuloso que a principios del siglo XIX ya hacía de las suyas en las familias de bien.
Dice la jota:
Me dicen el Calavera
porque al tercio me marché:
no me fui por calavera;
me fui por una mujer.
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