Entre 2003 y 2005 traduje las notas de los tres últimos cursos que Roland Barthes dictó en el Colegio de Francia: Cómo vivir juntos ; Lo neutro y La preparación de la novela (Siglo XXI Editores). La edición estuvo a cargo de Beatriz Sarlo y contó con prólogos de Alan Pauls, Nicolás Rosa y la propia Sarlo. Cuando ya había terminado una primera versión de Lo neutro , pedí y obtuve una beca del gobierno francés para consultar los manuscritos del Fondo Roland Barthes en París, en el Instituto Memoria de la Edición Contemporánea. Algunos documentos, sin embargo, no podían ser consultados; por ejemplo, los dictámenes de tesis de doctorado en cuyos jurados participó Barthes. A fines de 2004, el IMEC se mudó a la abadía de Ardenne en el norte de Francia, donde hoy funciona y alberga, entre muchos otros, los fondos de Eric Rohmer y de Raymond Queneau.
Desde 2010, la obra édita e inédita de Barthes se encuentra distribuida entre la sede François Mitterrand de la Biblioteca Nacional de Francia, en el barrio de Bercy de París, y la sede más antigua, la Biblioteca Richelieu, cuya entrada está justo frente a la Galerie Vivienne en el barrio de la Bolsa, allí donde el narrador de “El otro cielo” de Cortázar pasaba de la década del cuarenta porteña al segundo imperio francés. La conservadora general de manuscritos de la BNF, Marie-Odile Germain, en una breve entrevista, me explica el porqué del traslado. El IMEC es una entidad pública con participación de capitales privados, cuya sede está ahora en la región normanda. Si bien cumple una función crucial en la conservación de manuscritos de escritores, editores y artistas contemporáneos, el estado francés promueve dos ideas rectoras: la accesibilidad y la perennidad de los materiales; la BNF en París es la institución pública que mejor cumple con ellas. Barthes ya es patrimonio perenne de Francia, y tiene sus guardianes. En primer término, el hermanastro y heredero universal de Barthes, Michel Salzedo, cuyo albacea (y editor de las obras completas en Seuil), Éric Marty, es quien autoriza mi segunda consulta de los manuscritos en 2015, once años después de la primera.
En esos papeles guardados en carpetas de cartulina que volví a ver, ahora en la Galería Mazarina de la Biblioteca Richelieu, impresiona el orden de lo visual que Barthes controla sin fisuras, empezando por la distribución de la escritura en párrafos de tamaño prácticamente igual sobre el papel blanco, sin líneas. La letra es bella, inclinada hacia la derecha y legible en todo momento. Barthes escribe con tinta azul y agrega o tacha (relativamente poco) con birome. En el margen izquierdo, con lápiz, indica el tema general que articula el párrafo. En algunas páginas hay trozos de papel pegados con cinta scotch en los que se repite el esquema. Gracias a los registros sonoros en formato mp3 pude constatar una vez más que las notas de curso no difieren mucho de lo que Barthes finalmente dice ante los estudiantes en las aulas del Colegio de Francia. La improvisación es mínima y no agrega contenido sustancial. De vez en cuando, Barthes se levanta y escribe alguna palabra en el pizarrón; es lo que se infiere de la duración de las pausas, puesto que no se dispone de documentos visuales de esos cursos, sólo de algunas fotos generales y la voz. Lo que a menudo él llamó “histeria” (lo teatral, lo vehemente y también lo militante) está por completo excluido de su elocución. En dos de las biografías editadas o reeditadas recientemente, la de Tiphaine Samoyault y la de Louis-Jean Calvet, se documenta la especie de hipnotismo que la voz de Barthes producía en estudiantes y amigos: una voz profunda y pausada y, a la vez, como temblorosa, jamás enfática. Las entrevistas disponibles en Youtube permiten captar los levísimos gestos que acompañaban las inflexiones de esa voz, desde aquella primera grabada en un estudio de tv luego de la publicación de Mitologías hasta la que, en medio del humo de sus cigarrillos, concedió en su casa de la calle Servandoni para comentar El placer del texto .
Fragmentos de un discurso amoroso , su obra más difundida entre el gran público, fue el resultado de la conversión de un seminario suyo en libro. Luego, en 1978, cuando es elegido profesor en el Colegio de Francia, Barthes decide ya no darle forma definitiva a lo que estaba destinado a la provisionalidad: un curso. Lo dice en la clase introductoria de La preparación de la novela : ya no quiere “gestionar el pasado”, ya no quiere volver a escribir “mitologías”, como le siguen pidiendo. Este curso, el último, está marcado por un deseo de cambio (la “utopía del cambio de vida”, empieza a llamarlo en los dos cursos anteriores, Como vivir juntos y Lo neutro ), más concretamente por un deseo de escribir algo nuevo; quizás una novela. Sin embargo, Barthes explora lo que antecede esa escritura y se detiene en el umbral mismo de la conversión del verbo escribir en un verbo transitivo: escribir una novela. En todo caso, su muerte, ocurrida en marzo de 1980, y sobre cuyas causas verdaderas (más allá del accidente de tránsito) subsiste hoy cierta polémica, impidió para siempre saber lo que pudo haber habido del otro lado del umbral.
La traducción de las notas de Barthes fue una experiencia irrepetible. En primer lugar, porque no se trataba de un texto definitivo, destinado a la publicación. Esa provisionalidad producía la ilusión de estar captando el proceso de generación del texto barthesiano, el engranaje mental que, por ejemplo, ponía en relación el término scripturire (el “querer-escribir”), escrito una única vez en toda la historia por Sidonio Apolinar en el siglo V, según explica Barthes, con la preparación para la empresa novelesca. En segundo lugar, porque, como nunca antes en una traducción que hubiera hecho, se fue imponiendo como estrategia traductora la literalidad, que relacioné con el carácter a veces sinóptico de la escritura. Decidí no completar ni parafrasear.
Si bien la crítica de traducciones es la que debe interpretar y atribuir un juicio de valor a mi versión de ese último Barthes, la traductología aporta algunas de las razones que me di para haber traducido como traduje. En un artículo de la década de 1980, Berman sostiene que la práctica de la traducción está marcada por la experiencia de la traducibilidad y la intraducibilidad, de la similitud y la diferencia entre las lenguas de trabajo, y por una estructura de disenso: la restitución del sentido versus la reinscripción de la letra. Diversamente formulado a lo largo de los siglos, este disenso es el origen de las discusiones bizantinas sobre cómo hay que traducir cuando no se tienen en cuenta los marcos que condicionan la labor del traductor. En primer lugar, el proyecto que éste se fija en función de su lectura del texto original y de los rasgos de la colección en la que se publicará el libro traducido. En segundo lugar, lo que condiciona esta condición y es, por tanto, menos evidente para el propio traductor: las normas generales que rigen el ejercicio de las prácticas discursivas, entre ellas, la traducción, en un momento de una cultura determinada. Según Berman, todo proyecto de reinscripción de la letra en la lengua traductora sería un garante contra la traducción etnocéntrica, adaptadora o simplemente instrumental. Así entendida, la literalidad de mi versión de los cursos de Barthes corresponde a un proyecto “documental”, como lo llaman los teóricos funcionalistas de la traducción. Antes que parafrasear el texto barthesiano y volverlo más legible en el horizonte del lector argentino, me propuse recomponer una situación comunicativa no concebida para otros destinatarios que no fueran los asistentes a aquellos cursos de fines de la década del setenta. Todo el sistema de notas al pie, tanto de la edición como de la traducción, sustentó el buscado efecto documental de la traducción. Mis versiones de los tres últimos cursos de Barthes, por la resolución del disenso en favor de la letra, deben sin duda mucho a la consulta de los manuscritos, leídos en la materialidad inconfundible de una letra, y a la escucha de los registros sonoros, que daban a cada concepto, a cada análisis, la vibración específica de una voz.
Patricia Willson es traductora y doctora en letras. Ha traducido a Barthes, Ricoeur, Rorty, Flaubert, Shelley, Lovecraft, entre otros.
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