O fracasso de Copenhague
e os limites do estado pós-moderno
09/11/2009. - Por David de Ugarte
Porque o cume de Copenhague nasceu morto? A incapacidade para sacar um tratado adiante nos permite refletir sobre os limites do estado pós-moderno e incluso sobre o que se pode reclamar e o que não aos estados nacionais.
O cume de Copenhague nasceu morto. EEUU intenta agora reconduzir o debate do tratado internacional junto com acordos bilaterais em meio dum ambiente de decepção.
Estamos ainda nos famosos 50 dias que segundo Gordon Brown tem a Humanidade para se salvar porém ninguém dá um centavo pelos acordos. Literalmente: o Fundo de Adaptação da ONU, aberto em 2008 e que deveria financiar inversões antipoluidoras em países em desenvolvimento, tem tão só 18 milhões de dólares… que com toda probabilidade não cobrirá nem sequer a totalidade dos custos do encontro de Copenhague.
Por quê? Sobre o papel, poucos casos dariam aos estados um papel salvífico tão acessível como este. Os estados só têm que acordar e regular emissões dum parque industrial que não pode ir a nenhum outro lugar. Falamos de impostos, regulamentos e proibições, um terreno tão familiar à maquinaria estatal como a água para os peixes.
O puramente internacional parecia manejável. De fato se somamos as emissões de EEUU e os de China são um 40% do total. Todo o mundo esperava uma base de acordo entre os dois principais emissores que repartira os custos duma redução de emissões para diminuir o menos possível o desenvolvimento do Brasil, Índia e a própria China. E sem embargo…
A agenda transnacional
Sem embargo existem outros elementos que escapam mais além do internacional. Não vale a esta altura jogar a culpa aos cépticos quando nem sequer a UE joga já incondicionalmente.
A chave está num segredo a vozes: o financiamento do acordo (perto de 10 milhões de milhões de dólares ao ano), ainda formalmente apresentada como uma transferência Norte-Sul, significaria na realidade acabar de pagar a prática independência duma série de grandes empresas encabeçadas pelos grandes operadores energéticos transnacionais. Inclusive China - que já tem problemas para controlar dentro da estratégia do aparato político a sua segunda petroleira (fundada pelo Exército Popular)- desconfia.
Organizar através dos estados em desenvolvimento este tremendo fluxo de capital significaria emancipar da tutoria dos seus estados de origem a boa parte das grandes empresas globalizadas. Algo que logicamente joga para trás aos estados desenvolvidos e no especial a uma administração Obama que pagará por muito tempo o plano de resgate da banca, percebido por boa parte de seus compatriotas como um espólio de dinheiro público.
Os limites do estado pós-moderno
Encontramo-nos em realidade frente a uma nova dimensão dum problema que se fez patente no Iraque e Afeganistão. Aí descobrimos que, ao final da viagem a pacificação ou sua perspectiva não se sustenta em que o estado tenha recobrado a soberania senão pelo contrário, em que há renunciado a ela para aceitar o jogo de alianças com novos agentes.
O estado nacional está passando de protagonista a moderador num jogo cada vez mais equilibrado no que os novos sujeitos -sejam criminais, empresas ou incluso forças armadas- se definem dum jeito transnacional.
É mais, como vemos cada intento de reordenação sobre bases nacionais, é dizer através de acordos internacionais (de Malacca a Somália) só serve para fortalecer aos novos agentes transnacionais.
Uma coda política
Um leitor nos pergunta -um tanto airado- porque defender o devolucionismo, é dizer, a reforma legal da má chamada propriedade intelectual e não reclamar ao estado a reforma do capitalismo. Dito de outro modo, por que toca nos temas de fundo (relações laborais e econômicas, meio-ambiente, etc.) construir e não agitar.
A resposta, neste marco, salta à vista. Ao estado nacional se lhe reclama sobre o que o estado faz ou deveria deixar de fazer, como legislar a favor dos monopolistas da propriedade intelectual ou manter alguns outros monopólios absurdos, porém não tem sentido pedir-lhe que troque as regras dum jogo no que ele mesmo esta, cada vez mais, fora do lugar.
Espanhol
El fracaso de Copenhague y los límites del estado postmoderno
09 Nov.2009 – Autor: David de Ugarte
¿Por qué la cumbre de Copenhague ha nacido muerta? La incapacidad para sacar un tratado adelante nos permite reflexionar sobre los límites del estado postmoderno e incluso sobre qué se puede reclamar y qué no a los estados nacionales.
La cumbre de Copenhague ha nacido muerta. EEUU intenta ahora reconducir el debate de tratado internacional a conjunto de acuerdos bilaterales en medio de un ambiente de decepción.
Estamos todavía en los famosos 50 días que según Gordon Brown tiene la Humanidad para salvarse pero nadie da un duro por los acuerdos. Literalmente: el Fondo de Adaptación de la ONU, abierto en 2008 y que debería financiar inversiones antipolucionantes en países en desarrollo, tiene tan sólo 18 millones de dólares… que con toda probabilidad no cubrirán ni siquiera la totalidad de los costes del encuentro de Copenhague.
¿Por qué? Sobre el papel, pocos casos darían a los estados un papel salvífico tan asequible como éste. Los estados sólo tienen que acordar y regular emisiones de un parque industrial que no puede ir a ningún otro lugar. Hablamos de impuestos, reglamentos y prohibiciones, un terreno tan familiar a la maquinaria estatal como el agua para los peces.
Lo puramente internacional parecía manejable. De hecho si sumamos las emisiones de EEUU y las de China obtenemos ya un 40% del total. Todo el mundo esperaba una base de acuerdo entre los dos principales emisores que repartiera los costes de una reducción de emisiones para mermar lo menos posible el desarrollo de Brasil, India y la propia China. Y sin embargo…
La agenda transnacional
Sin embargo existen otros elementos que escapan más allá de lo internacional. No vale a estas alturas echarles la culpa a los escépticos cuando ni siquiera la UE juega ya incondicionalmente.
La clave está en un secreto a voces: la financiación del acuerdo (alrededor de 10 millones de millones de dólares al año), aunque formalmente presentada como una transferencia Norte-Sur, supondría en realidad acabar de pagar la práctica independencia de una serie de grandes empresas encabezadas por los grandes operadores energéticos transnacionales. Incluso China -que ya tiene problemas para controlar dentro de la estrategia del aparato político a su segunda petrolera (fundada por el Ejército Popular)- desconfía.
Organizar a través de los estados en desarrollo este tremendo flujo de capital supondría emancipar de la tutoría de sus estados de origen a buena parte de las grandes empresas globalizadas. Algo que lógicamente echa para atrás a los estados desarrollados y en especial a una administración Obama que pagará por mucho tiempo el plan de rescate de la banca, percibido por buena parte de sus compatriotas como un expolio de dinero público.
Los límites del estado postmoderno
Nos encontramos en realidad frente a una nueva dimensión de un problema que se hizo patente ya en Irak y Afganistán. Allí descubrimos que, al final del viaje
la pacificación o su perspectiva no se sustenta en que el estado haya recobrado la soberanía sino por el contrario, en que ha renunciado a ella para aceptar el juego de alianzas con nuevos agentes.
El estado nacional está pasando de protagonista a moderador en un juego cada vez más equilibrado en el que los nuevos sujetos -sean criminales, empresas o incluso fuerzas armadas- se definen transnacionalmente.
Es más, como vemos, cada intento de reordenación sobre bases nacionales, es decir a través de acuerdos internacionales (de Malacca a Somalia) sólo sirve para fortalecer a los nuevos agentes transnacionales.
Una coda política
Un lector nos pregunta -un tanto airado- por qué defender el devolucionismo, es decir, la reforma legal de la mal llamada propiedad intelectual y no reclamar al estado la reforma del capitalismo. Dicho de otro modo, por qué toca en los temas de fondo (relaciones laborales y económicas, medioambiente, etc.) construir y no agitar.
La respuesta, en este marco, salta a la vista. Al estado nacional se le reclama sobre lo que el estado hace o debería dejar de hacer, como legislar a favor de los monopolistas de la propiedad intelectual o mantener algunos otros monopolios absurdos, pero no tiene sentido pedirle que cambie las reglas de un juego en el que él mismo está, cada vez más, fuera de lugar.
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