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quarta-feira, 3 de julho de 2013

La segunda lengua que hay en mí


“Escribir es crear un lenguaje propio”, dice la autora de esta nota que experimentó las posibilidades de vivir dos lenguas a la vez. Así se forjó su papel narrativo, aprovechando las virtudes y riquezas que le dio el inglés.

POR BETINA GONZÁLEZ ESCRITORA. SU ULTIMA NOVELA ES “LAS POSEIDAS” (PREMIO TUSQUETS 2012).


Hay amores que se deciden temprano en nuestras biografías. Y no tienen ni causa ni razón. Eso me pasó a mí con el inglés. Desde muy chica supe que algún día tendría una vida en ese idioma o que tal vez ya la había tenido y lo que me ocurría era una nostalgia de exiliada reencarnada (muy borgeana, sí, la chica). Pedí a mis padres que me inscribieran en los cursos que daban en mi escuela. Sólo fui unos meses (tenía siete años, nadie me tomaba en serio, y la escuela quedaba lejos). No me di por vencida. Con mi papá veía westerns, Star Trek y sabía que por debajo de ese español aceitoso se hablaba otra cosa. Nadie va al espacio o a la Conquista del Oeste en español.



A los doce, conseguí un diccionario bilingüe y un libro de Poe. Con mucha paciencia, me dediqué a leer The Black Cat buscando palabra por palabra en el diccionario. Fue desesperante. Una especie de contienda silenciosa en la que el relato perdió toda su gracia. Pero lo que aprendí entonces, sin darme cuenta, fueron las estructuras de esa lengua deseada. Y en las estructuras ya hay ritmo, cadencia, armonía.

Años después, grababa cintas de la CNN que escuchaba durante los viajes en tren a un trabajo que detestaba. Cambié a Poe por Oscar Wilde. En la universidad, tomé cursos de inglés inefectivos hasta que encontré a Derry, un físico irlandés que se había enamorado de una argentina y se ganaba la vida enseñando “la lengua del enemigo”. Con él, que no hablaba nada de castellano, aprendí el significado de la palabra crush (una mezcla intraducible de admiración con atracción en nada parecida al amor o sus derivados). Gracias a Derry y a James (un novio galés que tuve en un viaje a República Checa) mi inglés autodidacta fue dejando ese mundo silencioso. Pero no fue hasta que me mudé a El Paso, Texas, que dejó de ser una lengua soñada. Al estar en la frontera con México, la ciudad invita a la experimentación, a la pérdida y al hallazgo en los dos idiomas. Los miles de peatones que cruzan diariamente el puente internacional son, en un grado u otro, naturalmente bilingües y la Maestría en Escritura de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP) es el único programa de ese tipo en el que los alumnos toman clases en las dos lenguas, una razón poderosa para mudarme a ese desierto con tan mala reputación y que, sin embargo, me hizo la escritora que soy.

Claro que hay muchas formas de ser escritor, y por supuesto, para serlo no es necesario ir a un programa universitario. De hecho, las maestrías en escritura parten del supuesto de que llegás sabiendo escribir, no te transforman por arte de magia en algo que no sos, pero sí te dan la oportunidad de experimentar con géneros y de oír opiniones de colegas que, de otro modo, jamás te leerían. Eso fue para mí el Programa de UTEP, pero sobre todo, fue un gran permiso para vivir y escribir en inglés aunque jamás hubiera aprendido realmente esa lengua. Recién ahora, de vuelta en Argentina, me doy cuenta de cuán importante fue ese permiso.

Hay al menos tres formas en las que una segunda lengua puede influir en el trabajo de un escritor. La primera ocurre en el trabajo de traducción. Quien vive en una comunidad que habla otro idioma es habitado por un fantasma permanente: el de las palabras ajenas, el de las miles de posibilidades e imposibilidades de un decir que se anuncia permanentemente pero que pocas veces entra en el dominio de lo dicho. Cuando esa convivencia con el fantasma se busca deliberadamente, como ocurre en el caso de la auto-traducción, los resultados pueden ser sorprendentes. Eso me ocurrió en una clase de UTEP en la que tuve que traducir al inglés mis propios poemas. Para un poeta, esa experiencia puede ser tan desesperante como mi lectura infantil de Poe. Pero como no soy poeta, para mí todo fue ganancia. En el tránsito de una lengua a la otra, el original se iba modificando hasta despojarse de todo lo que no necesitaba. El inglés producía un “efecto boomerang” sobre el primer borrador, liberándolo de lo que Roland Barthes llama la “alienación del lenguaje” y que Ezra Pound, refiriéndose a su trabajo de traductor, resumió así: “Lo que me ofuscaba no era el italiano sino las capas de inglés muerto, los sedimentos que encontraba en mi propio vocabulario. No se puede obviar algo como eso. Educarte en tu propio arte es un trabajo de unos seis a ocho años pero deshacerte de esa educación te lleva otros diez”.

La segunda forma en que otra lengua impacta en el trabajo creativo es, claro, el abandono de la lengua madre. El ejemplo de Nabokov es emblemático. Para él, la auto-traducción comportaba no sólo un proceso de reescritura sino de auto-escritura. Nabokov escribió Habla, memoria en inglés. Sólo al intentar traducirlo al ruso (su lengua madre), fue capaz de completar pasajes de su niñez que creía olvidados. Su caso es probablemente único, pues aunque aún hay debates alrededor de su grado de bilingüismo, ahí está Lolita para demostrar no una experticia sino una poética propia en esa lengua.

Hay muchas razones que llevan a un escritor a cambiar de idioma: traumas, ambiciones, exilios, amores... Joseph Brodsky empezó a escribir en inglés por amor a la obra de W. H. Auden. Juan Rodolfo Wilcock se pasó del español al italiano porque pensaba que así estaba más cerca del latín y de la estética que a él le interesaba. Creo que todas las razones se reducen a una: es el desafío de entrar en una materia nueva, siempre fuera de tu dominio, lo que en definitiva te convence de intentar esa tarea descomunal. “Al escribir lucho dolorosamente con este lenguaje que no poseo pero que me posee” confesaba Joseph Conrad refiriéndose al inglés. No es casual que hable de posesión. Hay algo casi paranormal en ese proceso, en esa forma de cooptación que supone el lanzarse a crear universos en una lengua hasta cierto punto desconocida.

En un libro famoso, Deleuze y Guattari analizaron cómo el estilo de Kafka, marcado por un uso particularmente pobre y árido del alemán, comporta toda una teoría de la literatura menor. Más allá de los problemas de su análisis de la obra de Kafka (rebatido, entre otros, por Stanley Corngold), sobresale un consejo que los teóricos franceses esbozan hacia el final del tercer capítulo: hay que escribir en la propia lengua como si fuera una lengua extranjera, oponer un uso intensivo, significante del propio lenguaje a un uso “florido” u ornamental (lleno de costras, diría Pound) del mismo. Creo que ese trabajo se puede lograr con la ayuda de otro idioma, de ese espectro que mantiene en jaque a la lengua en que nacimos. Aunque nunca escribí ficción en inglés, los nueve años que pasé en EE.UU. fueron, de alguna manera, el descubrimiento de otro español, de otra forma de narrar en mi propia lengua. Escribir es crear un lenguaje propio, una isla desierta única. La mía no hubiera sido la misma sin esos años.

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