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sábado, 10 de agosto de 2013

HERNÁN CORTÉS II




Mayas, aztecas y los ojos de la Malinche
JOSÉ JAVIER ESPARZA en La Gaceta - España

El 12 de marzo de 1519, Hernán Cortés tuvo su primer contacto con indios hostiles. La expedición había desembarcado en la Punta de los Palmares, cerca del poblado de Potonchán.

Lo que hizo Cortés fue forzar la visita, por así decirlo. Llegó a Potonchán y trató de entrar. Difícil: un poblado aupado en lo alto de un barranco, a orillas del río Grijalva. Los indios, por otro lado, multiplicaron los signos de hostilidad. El cacique Tabscoob, que había sido obsequioso con Grijalva, se mostró mucho menos amable en esta nueva visita. Cortés se vio obligado a retroceder a la Punta de los Palmares, pero, si quería abrir el tapón de aquel mundo desconocido, no podía renunciar a la pieza.
Desde su improvisado campamento planificó su estrategia. El 13 por la mañana se oyó misa en el campamento español, la primera en territorio continental americano; la oficiaron fray Bartolomé de Olmedo y el capellán Juan Díaz. Acto seguido, comenzó la ofensiva. Hernán Cortés se dirigió, río arriba, a la puerta principal de Potonchán. Una lluvia de flechas recibió a los españoles.
El conquistador, puntilloso, ordenó al escribano de la expedición, Diego de Godoy, que redactara el preceptivo requerimiento solicitando a los indios, uno, entrada libre; dos, que reconocieran la autoridad del rey de España, y tres, que se le permitiera aprovisionarse de víveres y agua. Era el último paso formal antes de la ruptura de hostilidades. Los indios conocieron la demanda por la traducción de Aguilar, pero contestaron literalmente: “Si saltáis a tierra, os mataremos”. Lanzaron nuevas salvas de flechas. Y Cortés atacó.
Tomar Potonchán desde el río era una operación compleja: un desembarco que exigía salvar las aguas del Grijalva, primero, y coronar el barranco después. Pero Cortés era un buen guerrero: en el preciso instante en que las primeras detonaciones de los arcabuces llenaron el aire, un segundo contingente español apareció en la puerta trasera del poblado. Eran los hombres de Alonso Dávila, un capitán de Ciudad Real, veterano de las anteriores expediciones al Yucatán, al que el jefe había enviado con un centenar de hombres por tierra. La maniobra acogotó literalmente a los indios. Después de una breve resistencia, los guerreros maya-chontales abandonaron el sitio dejando tras de sí numerosos muertos y gran cantidad de prisioneros.
El parte de bajas es elocuente: sólo dos españoles muertos, cerca de ochocientos indios fuera de combate. El estruendo de los arcabuces había hecho su efecto, pero, al parecer, lo que más impresionó a los mayas fue la estampa de los jinetes, que a sus ojos aparecían como centauros donde hombre y caballo eran todo uno. Hernán Cortés dejó huir a los indios; aún aspiraba a entenderse con Tabscoob. Después, solemne, se paseó por la plaza central del poblado y tomó posesión del lugar. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que el conquistador desenvainó su espada y “dio tres cuchilladas en señal de posesión en un árbol grande que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio”.
Acto seguido, Cortés envió dos columnas de reconocimiento. Una, al mando de Pedro de Alvarado, extremeño de Badajoz y sobrino del gobernador Velázquez, veterano de la conquista de Cuba y del viaje de Grijalva a estas mismas tierras del Yucatán. La otra, capitaneada por Francisco de Lugo, vallisoletano de Medina del Campo, bastardo del señor de Foncastín y Villalba, e igualmente veterano de Cuba. Cada columna constaba de cien hombres, incluidos quince ballesteros y escopeteros. Sus instrucciones eran idénticas: penetrar dos leguas en territorio hostil y regresar para dar cuenta de lo descubierto. Pero todo iba a complicarse.
Centla y la Malinche
En su exploración, Francisco de Lugo se topó con una numerosa hueste hostil. Visiblemente los indios de Tabscoob se estaban reagrupando para recuperar Potonchán. Viéndose desbordado y en alarmante inferioridad, Lugo abrió fuego. Alvarado, no lejos de allí, escuchó los disparos y corrió en auxilio de su compañero. Se entabló combate. Y una vez más, los indios retrocedieron. La ordenada táctica de la infantería española, la impresión psicológica de los disparos de escopetas y falconetes, así como el terror que en los indios causaban los jinetes de caballería, desarbolaron toda resistencia. Dicen Cortés y Díaz del Castillo que la proporción de combatientes fue de 40.000 indígenas contra 410 españoles. Incluso si quitamos un cero a la cifra de mayas, la proeza ya sería bastante notable. El episodio pasará a la historia como la Batalla de Centla, por el nombre de esa comarca. Era el 14 de marzo de 1519.
Tabscoob entendió que tenía que ceder. Al día siguiente mandó embajadores al campamento español. Aguilar negoció la paz. Siguiendo la costumbre local, los vencidos colmaron de regalos a los vencedores. Piezas de oro, piedras de jade y turquesa, plumas de aves exóticas, pieles de animales… y veinte muchachas. Sí, porque las sociedades amerindias, en general, eran esclavistas, y entregar personas como tributo formaba parte de sus costumbres. Además, dentro de su comercio humano ocupaban un lugar particular las mujeres, donadas habitualmente como regalo incluso si se trataba de mujeres libres, esto es, no esclavas. Unos pocos años atrás, los mayas chontales de Tabscoob habían librado una feroz guerra contra los xicalangos de la isla de Tris, una población náhuatl. Éstos, derrotados, ofrecieron a Tabscoob un cierto número de esclavos en prenda. De ahí procedían aquellas veinte muchachas. Y entre ellas, una que iba a ser decisiva para la conquista de México: Malinalli Tenepatl, Malinchín, llamada La Malinche, inicialmente dada en prenda por Cortés al capitán Alonso Hernández de Portocarrero, pero que muy pronto iba a convertirse en un personaje capital.
Sobre la figura de la Malinche se ha escrito tanto que es difícil separar la realidad de la leyenda. De ella sólo sabemos con seguridad que procedía de una notable familia de un lugar llamado Painaia y que terminó como esclava de los mayas de Tabscoob. Es legendaria, aunque no necesariamente falsa, la historia de que su familia la vendió al nacer un hermano varón. También es legendaria, aunque muy verosímil, su belleza, que crónicas muy posteriores la definen como “una diosa”. Lo que sí es absolutamente seguro es que, siendo de origen náhuatl, conocía la lengua que hablaban los aztecas, y por sus años de esclavitud en Centla hablaba perfectamente el maya. De manera que Hernán Cortés se encontró con que le caía del cielo una traductora excepcional para adentrarse en el imperio mexica: Malintzin traduciría del náhuatl al maya, y Aguilar del maya al español. Los nuestros bautizaron a todas las mujeres que recibieron. La Malinche se cristianó como Doña Marina. Ese será desde entonces su nombre en la hueste de Hernán Cortés.
Sobre el sitio de Potonchán, Hernán Cortés ordenó levantar una ciudad: Santa María de la Victoria, que recibió ese nombre “así por ser día de Nuestra Señora como por la gran victoria que tuvimos”, dice Bernal Díaz del Castillo. Pero el conquistador no tenía la menor intención de echar raíces. Después de dejar allí a unos pocos hombres con sus esposas y concubinas indias, apuntó a lo que estaba buscando: aquellos misteriosos “Culúa y México” donde, según los nativos, abundaba el oro y que, a estas alturas, los nuestros ya sabían dónde encontrar.
La encrucijada de cortés
Culúa era el sitio hispanizado como San Juan de Ulúa, una isla por la que ya había pasado Grijalva y donde constaba la existencia de ciudades y templos. El 12 de abril, los barcos de Cortés zarparon rumbo al norte. El conquistador sabía que estaba contraviniendo las órdenes del gobernador Velázquez: éste le había autorizado para un simple viaje de comercio en la costa, nada más. Pero Hernán había descubierto un horizonte de gloria que superaba con mucho las expectativas del gobernador. Y aún las superaría más en los días sucesivos.
En efecto, a poco de instalarse allí, al campamento que los españoles han levantado en Ulúa empiezan a llegar embajadores. Son enviados oficiales del emperador azteca. Traen piezas de oro, ropas exquisitamente confeccionadas, joyas de diferentes clases. El conquistador comprueba que los mayas le han dicho la verdad: las riquezas aztecas son ciertas. Hernán Cortés invita a sus visitantes a una misa solemne. Informa a los embajadores de que se hallan ante una hueste cristiana enviada por el más poderoso emperador del mundo. Les obsequia con cuentas de vidrio –algo que siempre fascinaba a los indios, porque allí no había tal material- y una lujosa jamuga, esas “sillas de caderas” que eran lo más valioso del mobiliario de la época. Y para impresionarles aún más, organiza una carrera de caballos por la playa y ordena una salva de disparos de artillería. Al final, formula la petición que más le importa: quiere entrevistarse con el rey de los aztecas.
No hubo respuesta. En vez de tal, en los días siguientes se sucedieron las visitas de embajadores y la multiplicación de regalos: grandes ruedas de oro y plata, oro en grano, ropas de algodón… Cortés agradeció los regalos y aportó en respuesta nuevos obsequios, pero de la solicitada entrevista con el emperador mexica, nada de nada. Finalmente, una tercera delegación llegó al campamento de los españoles con una respuesta definitiva: Moctezuma, el rey de Tenochtitlán, que esos eran los nombres del monarca y su capital, no les recibiría. Más aún, instaba a los visitantes a coger cuanto necesitaran de sus tierras y abandonar el país.
La respuesta de Moctezuma puso a Hernán Cortés ante una seria disyuntiva. Si se marchaba, dejaría escapar las mayores riquezas que los españoles habían hallado desde su llegada a las Indias. Si se quedaba y partía en busca de aquel imperio de oro, él y todos sus hombres serían acusados de rebelión por el gobernador Velázquez. Era preciso tomar una decisión. Y además, una decisión que implicara a toda su hueste, porque la aventura exigía emplear todos los recursos a su alcance. Hernán Cortés encontrará la fórmula.

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