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segunda-feira, 19 de agosto de 2013
Un plato para Cicerón
CAIUS APICIUS (AGENCIA EFE)
El español es un idioma bastante preciso y muy rico... hasta que deja de serlo. Ocurre que muchas veces hay muy distintas palabras para nombrar una misma cosa, y, en cambio, en otras ocasiones la misma palabra puede designar cosas bastante
Fijémonos en «chícharo». Según dónde estemos, al hablar de chícharos podemos estarlo haciendo de guisantes, a los que también llamamos arvejas (y más cosas); pero podría tratarse de frijoles, por otros nombres alubias, judías, habichuelas, porotos…
Y también podría ser que con la palabra chícharo estuviésemos refiriéndonos al garbanzo. Ya digo: depende de dónde estemos, pero la voz es la misma.
Quedémonos, esta vez, con los garbanzos. Su nombre científico es Cicer aretinum. O sea: garbanzo de Arezzo. Arezzo es una localidad de la Toscana, en Italia; su origen se remonta a tiempos de los etruscos.
En cuanto a la voz genérica -Cicer- dio origen al cognomen de uno de los más famosos romanos: Marco Tulio Cicerón, uno de cuyos abuelos adquirió ese apodo (es de suponer que contra su voluntad) a causa de un grano similar a un garbanzo que le decoraba la nariz.
Desde luego, si nos vamos por lo fácil, es mucho más sencillo llegar de «cicer» a «chícharo» que de los nombres latinos del guisante (Pisum sativum: por ahí anda otro romano ilustre emparentado con ellos, Cayo Calpurnio Pisón, que conspiró contra Nerón, lo que le costó la vida) o del frijol (Phaseolus vulgaris), planta de origen americano que no dio origen, que sepamos, a ninguna familia patricia romana.
De manera que nuestros chícharos de hoy valen por garbanzos, y los garbanzos, planta que al parecer introdujeron en España los eternos rivales de los romanos, es decir, los cartagineses, dan o pueden dar mucho juego. Digamos que los españoles llevaron los garbanzos al Nuevo Mundo.
Han sido comida popular, al menos hasta no hace muchos años, en España. Son parte fundamental de todos (bueno: menos uno, el montañés) los cocidos, ollas y pucheros que se cocinan en España.
Cuando no se podía comer carne por aquello de las normas de la iglesia católica, tan presentes en la vida diaria hasta hace nada, se adaptaban a las penitencias cuaresmales y eran la base del clásico potaje (no tiene nada que ver con una sopa, no se fíen del término francés potage) de vigilia, en armónica compañía de espinacas y bacalao.
Da para más. Recordando esa combinación de huerto y océano, hemos pensado en un plato que combina los populares chícharos con un sabroso cefalópodo: la sepia o jibia. Al revés que los estilizados y estirados calamares, la sepia, de silueta rechoncha, globosa, tiene un aspecto simpático.
Utilizaremos sepias medianas; pongamos dos que entre ambas pesen una libra. Antes de empezar con ellas, coceremos en la olla rápida unos 300 gramos de garbanzos listos para cocinar (o sea: remojados previamente), con un puerro troceado, la sal que ustedes juzguen necesaria y, muy importante, un pellizco de cominos, que darán sabor y ayudarán a evitar las naturales expansiones gaseosas de las leguminosas.
En una cazuela con aceite hagan ablandarse a una cebollita picada, con dos dientes de ajo enteros y una hojita de laurel. Añadan medio vasito de vino blanco y dejen que se reduzca casi por completo. Separen los ajos y macháquenlos en el mortero con un puñadito de almendras.
Limpien las sepias, quitándoles la «pluma» interior y guarden la tinta para otros usos. Córtenlas en dados. Añádanlas al guiso y rehóguenlas. Incorpórenles la pulpa, remojada, de una ñora o pimiento choricero, con cuatro cucharadas de buen concentrado de tomate y un poco del agua de cocción de los garbanzos.
Cuando la sepia esté blanda (o al dente, ustedes verán), mezclen todo: guiso, majado, garbanzos… Denle un hervor conjunto, a fuego suave… y a la mesa, adornado con briznas de cebollino. Disfrútenlo. Y no olviden que el mismísimo Cicerón comía sepias, según recetas del viejo Marco Gavio.
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