Salió más deslenguado que un perico de arrabal
El prurito social que lleva a condenar la vulgaridad en el lenguaje cotidiano olvida el principio esencial de que el idioma español tiene su origen en la vulgarización del latín.
-¡Eres un lamebotas!
-¡No voy a aceptar estas mamadas!
-¡Cállate, pendejo!
De los debates en el Senado de México
Yo soy, y no es noticia, un hombre mal hablado.
En este país, un hombre mal hablado es aquel que no hace diferencia entre la forma en que se expresa en reuniones públicas y la que usa en círculos más íntimos, de sus seres cercanos. En otras palabras, es una persona vulgar, que usa para comunicarse los giros e inflexiones del vulgo, esto es, el pueblo. El prurito social que lleva a condenar la vulgaridad en el lenguaje cotidiano olvida el principio esencial de que el idioma español tiene su origen en la vulgarización del latín, como tantas otras lenguas.
Ayer escuché a Oribe Peralta, convertido por unos días en el ídolo de la afición futbolera, pero recién destronado apenas por Guillermo Ochoa, decir en transmisión nacional de la televisión que el resultado del partido tan esperado de México con Brasil en la Copa del Mundo, se debía a que le habían echado muchos huevos. Dos minutos después,Miguel Herrera, el entrenador de la Selección Mexicana de Futbol, confesó ante las mismas cámaras que al entrar al vestidor de sus muchachos lo primero que les iba a decir era “¡Esos son huevos, cabrones!”.
Tengo la ligera sospecha de que esta sociedad necesita reconsiderar lo que califica como habla correcta y mal hablar. Todos sabemos que, en estricto sentido, la diferencia radica solamente en el ámbito en el cual hacemos uso de nuestro idioma. Todos nosotros hemos escuchado furtivamente conversaciones de nuestras dignas damas cuando piensan que no las escucha nadie más que sus amigas, y el florido lenguaje que usan sería calificado en tiempos muy lejanos como de carretonero.
“Que eso no se dice, que eso no se toca”, canta Joan Manuel Serrat sobre las limitaciones que se imponen al niño para que deje de jugar con la pelota. Es evidente que todos los que fuimos niños dijimos todo lo que queríamos decir y tocamos todo aquello que nos llegó a las manos. Afortunadamente.
A diferencia de las cejas de mi estimado compañero don Pascal Beltrán del Río, director editorial del diario Excélsior, las mías no se arquean ante el desempeño verbal de los senadores mexicanos. Primero, porque un breve ejercicio de la memoria nos puede evocar no sólo imágenes de legisladores en trusa, obsequiándose un receptor de televisión o poniéndose en la cabeza una máscara de cerdo, por citar ejemplos recientes.
El asunto es que no les pagamos a diputados y senadores por darnos lecciones del bien decir. En teoría, les hemos entregado con entusiasmo ciudadano la representación de nuestros intereses y voluntades. En estos momentos deben estar, supuestamente, empeñados en diseñar leyes regulatorias de una importante reforma constitucional, de manera que los recursos de nuestro subsuelo beneficien a los mexicanos todos.
Después de celebrar, claro, el juego del hombre
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