¿Por qué tantos políticos hablan así (de mal)?
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Varios analistas exploran la retórica y la neolengua de los mandatarios, con sus lapsus y su premeditada poca concreción
Cuando la revista Time se mofó de cómo Mariano Rajoy esquivaba la palabra rescate hace dos años, quizás estaba minusvalorando al presidente del Gobierno como uno de los mayores expertos en el fino arte del lenguaje político. No el único, eso sí. De la misma forma de la que la historia recompensa a los grandes oradores elocuentes –Lincoln, Churchill, Azaña, Roosevelt– con un hueco en la inmortalidad, últimamente a la literatura le ha dado por centrarse en los que hacen lo contrario.
La neolengua política está a medio camino entre el el oráculo críptico y la jerga enmarañada y cósmica. Así lo lamentaba Ian Katz en Financial Times la semana pasada. Los políticos hablan como futbolistas a pie de campo («no hay rival pequeño», «somos once contra once»), que primen «una ética de la seguridad que conspira para hacer que el político más interesante parezca apagado, aburrido, incluso con pocas luces».
En definitiva, que muchos de ellos se parezcan al jardinero de la película Bienvenido Mr. Chance, de Hal Hashby, en la que un jardinero apocado que sólo sabe hablar de flores y plantas llega a ser asesor económico de la Casa Blanca precisamente por no saber construir ni una subordinada y por parlotear de forma increíblemente vaga.
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