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sexta-feira, 11 de fevereiro de 2011

EL DICCIONARIO


EVOCACIÓN DEL DICCIONARIO
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Las palabras nacen, crecen, se reproducen y no mueren: se van a vivir al diccionario, donde hay que consultarlas.




Como las mujeres fatales, los diccionarios solo dicen la verdad a medias. No lo cuentan todo. Dejan mucho a la imaginación. Allí radica parte de su encanto. El diccionario se merece un 'Hay Festival' para él solito.

Los hay que hacen todo lo posible por ocultar significados. Menos mal no aprendemos el idioma con diccionario al lado. No, el entorno va acomodando vocales y consonantes en nuestro disco duro. Dime qué diccionario usas y te diré a quién amas. O qué gramática violas.

Urge tener un popurrí de diccionarios a la mano. Que lo digan personajes de las letras que leen el diccionario de corrido, como si se tratara de una novela 'porno'. O de Sherlock Holmes. ¿Su nombre? Sí lo sé y sí lo digo: Juan Gossaín, de San Bernardo del Viento, es uno. El otro es el hispano-colombo-portugués-holandés-alemán Ricardo Bada, editor que fuera de García Márquez en la lengua de don Goethe.

Lo que esconde un diccionario lo revela otro. Entre todos van armando el rompecabezas de las palabras.

La voz del pueblo no solo es la voz de Dios. También lo es de los diccionarios. En extraña reciprocidad, los académicos les dicen vulgo a quienes les dan de comer inventando palabras como quien colecciona nuevos amores.

Con ciertos diccionarios sucede lo mismo que con los dictados que vienen de Roma, a lomo de teología: Si la Iglesia y la Real Academia de la Lengua van por un lado, fieles y hablantes van por otro.

De joven, este negro que ha de pulverizar el horno crematorio consultaba palabras raras en el diccionario para soltarlas después, sin ningún contexto, en charlas con muchachas nuevas. Creía que así podía impresionarlas y desvestir más fácilmente sus eternos femeninos.

Todo nuevo diccionario tiene el encanto del primer amor. Es como el juguete de Navidad o de Reyes que utilizamos hasta volverlo inservible. Pero siempre terminamos regresando a los clásicos, como el rojo Larousse o el de la Real Academia. O el Clave, con prólogo de García Márquez, mi preferido.

El tal Peter, el de los principios, diría que si necesitas una buena definición, el mejor sitio para NO encontrarla es el diccionario. Es tan necesario que se puede prescindir de él. Del diccionario, y de nuestro equipo de fútbol, siempre esperamos lo mejor. Las palabras nacen, crecen, se reproducen y no mueren: se van a vivir al diccionario, donde hay que consultarlas, así nos defrauden. Muere una palabra y se conmueve la aldea global como si desapareciera un pez con barba, el colibrí más diminuto del mundo, el zancudo mejor alimentado, una constelación que se volvió noche hace millones de años luz y tres segundos.

Mi principal batería de libros de consulta la integran mis diccionarios. Espero tener los suficientes. ¿Se casa algún amigo, una novia que no me dio ni la hora de la semana pasa? Pues ahí le va su 'menco' diccionario.

Voces fatigadas, del caldense Álvaro Marín Ocampo, es el último que llegó a mi hoja debida. Don Álvaro es un paleontólgo de las palabras que resucita viejos términos. Los coge como con pinzas y los mete al disco duro de su memoria de Funes. Su oficio es eternizar términos arcaicos.

Dadme un diccionario y aguantaré el secuestro, les dijo Íngrid Betancourt a los pavorosos sujetos de las Farc. Los violentos le dieron gusto. Y tenga su Larousse, madame Íngrid.

Tampoco se le pueden pedir peras al olmo: ¿Cómo exigirle al diccionario, por ejemplo, la definición exacta de ese adjetivo insólito que utilizaron el divino Borges o Gabo en equis ficción? Se acabaría la literatura. A pesar de lo anterior, que vivan los diccionarios.


Por: Óscar Domínguez Giraldo

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