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quinta-feira, 11 de julho de 2013

EL MUNDO DE AYER

El capitalismo está gestando una nueva mutación que actuará como un tsunami
MIGUEL TRIAS SAGNIER 10 JUL 2013 - 00:01 CET

Se suele atribuir al gran economista Ronald Coase la acuñación del concepto de costes de transacción como aquellos necesarios para que funcionen los intercambios en el mercado. Entre los mismos se incluyen los costes de negociación de los contratos, de administración de los mercados y de ejecución de las obligaciones. Sus seguidores fueron engrosando su catalogación e incluyeron, entre otros, una cierta dosis de corrupción.
La idea es que el mercado necesita un marco de libertad para su funcionamiento. Algunos de los actores aprovechan ese marco de libertad para abusar de la confianza de los demás, enriqueciéndose ilícitamente. Cuando los abusos son excesivamente frecuentes es preciso introducir medidas administrativas para su prevención y normas punitivas para su castigo. Pero, nos dicen los economistas liberales, una excesiva regulación atenaza al mercado y resulta a la postre más ineficiente que la aceptación de un cierto grado de transgresión.

Este es uno de los pilares que sustentó la arquitectura ideológica neoliberal imperante en el mundo desde la subida al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. En ese marco de referencia, que influyó en todo el espectro político y en todos los estamentos de nuestro mundo económico, se extendió la tolerancia hacia un cierto grado de deslealtad y abuso. Se aceptaba la existencia de paraísos fiscales y cuentas opacas en Suiza como un mal necesario para el funcionamiento de los mercados financieros internacionales. Se admitía que los directivos de las grandes empresas persiguieran su propio beneficio aun cuando chocara con los intereses de sus accionistas. Se toleraban prácticas financieras agresivas aun cuando pudieran redundar en pérdidas graves para los ahorradores. Y se miraba hacia otro lado cuando el sistema político utilizaba de forma sistemática medios ilegales para financiar partidos y sindicatos e incluso para enriquecer a sus líderes. Todo ello se consideraba indeseable cuando se hacía demasiado patente, pero se toleraba de forma generalizada como un conjunto de costes necesarios para el funcionamiento de una sociedad próspera.

Hagamos votos para que nuestras instituciones sepan regenerarse

Stephen Zweig nos describió, en un maravilloso libro del que trae causa el título de este artículo, el mundo del imperio austrohúngaro anterior a la I Guerra Mundial. El horror de la guerra transmutó radicalmente ese escenario en el que la sociedad burguesa vivía plácidamente bajo la mirada benefactora del paternalista emperador. Todo ese mundo se vino abajo y los que no supieron adaptarse fueron abatidos por la ola de la historia. El mundo occidental no ha sufrido una nueva guerra, pero sí una crisis que, de forma definitiva, cuestiona el dominio mundial ejercido por Europa y Estados Unidos desde hace 200 años. En el marco de este profundo movimiento tectónico se está produciendo un cambio de paradigma.

Lo que hasta 2007 se consideraba indeseable, pero necesario para el funcionamiento del sistema, ha dejado de ser tolerable cuando el engranaje ha dejado de funcionar. El capitalismo, siempre capaz de reinventarse, está generando una nueva mutación con efectos particularmente severos en los eslabones más débiles de la cadena, que hoy por hoy son los de la periferia europea y, particularmente, España. En este nuevo contexto, las instituciones que no sean capaces de entender que las reglas del juego han cambiado serán arrolladas por el tsunami. Ninguna debe sentirse inmune, desde las más altas instancias del Estado hasta los partidos y sindicatos de todos los colores y adscripciones nacionales. La catarsis afectará a todas nuestras élites, también del mundo empresarial y profesional, todas ellas actores de ese mundo de ayer. Sin duda, ello deberá llevar aparejado un cambio generacional. Se necesitan nuevos líderes no contaminados por las redes de complicidades y silencios que envolvían ese mundo.

Pero no creamos que el cambio nos llevará necesariamente a un mundo purificado. Italia nos da el ejemplo de una crisis institucional mal resuelta. El escándalo de Tangentópolis se llevó por delante el sistema de partidos imperante desde el final de la II Guerra Mundial y, en lugar de metamorfosearse en una versión más sana, fue capturado por el populismo de Berlusconi, bajo cuya égida el país ha sufrido un proceso de empobrecimiento económico y moral sin precedentes.

Hagamos votos pues para que nuestras instituciones sepan regenerarse. Contamos con gente honesta y buenos profesionales. Lejos de dejarnos llevar por el fatalismo que parece perseguir a nuestro país de manera inexorable, tenemos que depurar las prácticas que corrompen nuestras instituciones. La madera de los nuevos líderes la tenemos allí. Si sabemos promover de forma decidida la transparencia, al tiempo que damos paso a la nueva generación, nuestros hijos se enorgullecerán de nosotros. En caso contrario, la ola pasará por encima y es probable que se lleve consigo la paja y el grano, dando lugar a un nuevo escenario desolado en el que se maldecirá nuestra memoria.

Miguel Trias Sagnier es catedrático de la Facultad de Derecho de ESADE.

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