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quarta-feira, 28 de agosto de 2013
LA EXTINCIÓN DEL ESCRITOR
Blog de Juan Bonilla en El Mundo - España
Benito Perez Galdós en los billetes de 1000 pesetas.
El profesor y editor Gonzalo Pontón publicaba hace poco en 'Babelia' un artículo titulado provocativamente 'Ojalá que se extingan los escritores' en el que venía a decir que uno de los gozosos efectos colaterales que va a tener el nuevo modelo de mercado digital en lo concerniente a la literatura será la extinción del escritor profesional. Ya éste no podrá esperar que un editor le firme contratos sustanciosos por obras no escritas, y cada cual, decía Pontón con harto optimismo y nula ciencia, escribirá lo que tenga que escribir y ni una sola palabra más. Pontón recordaba que la figura del escritor que vive de lo que escribe es relativamente nueva -del XIX- y que durante siglos poetas y narradores han hecho lo que tenían que hacer sin esperar satisfacción económica. Así que esa vuelta a la antigüedad -que no es tan así, Marcial cobraba una pasta por cada epigrama que se le encargaba, y en cuanto al encargo que Augusto le hizo a Virgilio y del que resultó la 'Eneida' ni hablamos: pero es mejor no poner ejemplos, para cualquier cosa, en este asunto como en tantos otros, se pueden apilar ejemplos que demuestren una cosa y su contraria- es una estupenda noticia que mejorará la literatura, o por lo menos no la va a ensuciar tanto como la ha ensuciado el mercado, con la consiguiente proliferación de escritores jóvenes criados en la estúpida fe de que podrían vivir de lo que escribían. Como los jóvenes escritores van a ver enseguida que no pueden esperar cobrar una peseta por lo que escriben, sólo escribirán los mejores, parece esperar Pontón, confundiendo tenacidad con talento y volviendo al supurado asunto de que escribir tiene que ser una necesidad del alma, que no sé cómo se ha elevado a lugar común. Escribir puede ser una necesidad o un pasatiempo: no hay nada que previamente indique que la tormentosa angustia que padece un viudo al que se le han suicidado sus ocho hijos vaya a producir un artefacto literario más convincente que las invenciones de una dama que, por librarse de el calor, se pone a fantasear con robots pornográficas.
Dice Pontón que no hay temor de que la literatura se extinga porque se extingan los escritores profesionales, repitiendo a Bécquer, que estaba seguro de que podrá no haber poetas pero habrá poesía (hay siglos enteros que le quitan la razón, el XVIII en España por ejemplo, clara prueba de que durante algunas temporadas puede no haber poesía en parte alguna pero hay poetas por todas partes). Y a la pregunta que, al parecer, cierto novelista -cuyo nombre no se cita- se hacía, pecando de ingenuo ciertamente, sobre quién escribirá de amor, del dolor, de la vida y la muerte cuando un escritor no pueda esperar recompensa económica por lo que escriba, Pontón responde que escribirán los que siempre han escrito, los que lo necesitaban, "usted mismo si tiene algo que decir", concluye Pontón guiñándole un ojo al sabio público. Es curioso que siempre que alguien carga contra los escritores profesionales fije su atención en la basura producida por estos y no en las obras maestras, y es más curioso todavía que suela ser alguien a quien no le extraña ni le parece pernicioso haber vivido, profesionalmente, de la literatura -como editor, como profesor- sin que esa profesionalidad pareciese menoscabar por una parte su vocación y por otra su talento. Ahora, si quien se hace profesional es el escritor, entonces sí, entonces la vocación se ve mermada y el talento, exigido por el mercado, se va al carajo. Nula ciencia, ya digo. Dice Pontón que la literatura requiere por supuesto oficio, pero que no debería, como la política, haberse convertido en un oficio. Y como frase está bien, pero volvemos a lo de los ejemplos: depende. ¿Por qué no iban a ser de oficio escritor Benito Pérez Galdós o Scott Fitzgerald?
Según la tesis de Pontón, la literatura que se hace en Mauritania, donde no hay un solo escritor que cobre un céntimo por lo que escribe, es muy superior -dada su pureza no contaminada por el dinero- a la que se hace en los Estados Unidos, donde no hay un solo escritor que no espere cobrar por lo que escribe. La profesionalización que muere ahora en el nuevo modelo de negocio que se nos viene encima, sí, sin duda, habrá producido montañas de basura, vertederos enteros, pero no más que el amateurismo: lo malo de presentar las cosas como las presenta Pontón es que se da pie a pensar que sólo porque uno no vaya a cobrar por lo que escribe, ya lo que escribe es mejor o tiene más sentido que si se hubiera escrito esperando cobrar lo que sea. Pero el amateurismo ha producido millones de kilos de basura más que la profesionalidad, aunque sólo sea por el hecho evidente de que hay millones de aficionados más que profesionales. Yo estoy de acuerdo con el profesor en que no hay el menor riesgo de que la literatura se extinga porque cambie el modelo, y también en que es muy posible que cierto tipo de escritor profesional esté en su raudo crepúsculo, ahora bien, echarle las culpas de que las ballenas se extingan a las propias ballenas, cuando tantísima gente vive de las ballenas, me parece un poco excesivo. Y eso es lo que viene a hacer el profesor, como si la quiebra del negocio editorial tenga más que ver con los adelantos que han cobrado los novelistas, que con la propia sacudida tecnológica que disfrutamos o padecemos y la vecindad del lobo de la piratería. Puestos en la lógica del mercado, me temo que ni siquiera la figura de escritor profesional va a extinguirse -no se extinguirán las ballenas: se sustituirán por ballenas sintéticas llegado el caso-, sólo que será el mercado quien dicte quién es profesional o no (antes eso podían dictarlo los editores, confiando en que autores cuyas ventas quedaban lejos de cubrir sus adelantos, despegaran comercialmente en algún momento, o dándose por satisfechos por tenerlos en sus catálogos para lucirlos como autores de culto). O sea, que si lo que peta son los ensueños eróticos de una mujer a la que le gusta que la aten y le azoten, enseguida el vendedor de turno encargará a algunas plumas en nómina que clonen el éxito hasta agotarlo. Le hubiera bastado a Pontón mirar qué autores se hacen millonarios y con qué cosas en estos momentos para comprobar lo mucho que se equivoca. Hasta ayer mismo esos autores estaban alojados en editoriales, esas editoriales -por un sistema de solidaridad muy eficaz, por sostener un prestigio- destinaban parte de las ganancias obtenidas con esa basura a comprarle obra a autores "literarios" que no iban a cubrir los adelantos recibidos ni aunque tuvieran diez mil hijos y cada uno comprara dos ejemplares. El sistema producía un abotargamiento evidente y una flora intestinal excesiva, no hay duda de ello. Pero hacer residir ahí y sólo ahí el problema, es ya digo, echarle las culpas a la ballena de que las ballenas se extingan. (Y dirán: pero es que las ballenas no son los escritores, la ballena es la literatura: qué va, la literatura es el mar, la surcan todo tipo de animales, desde poetas que, según Pontón, no esperan ganar nada a cambio de sus poemas -se ve que no está al tanto de cuántos premios hay en España- hasta negros que le escriben discursos a alcaldes y presidentes y libros a presentadores de televisión y actores porno.) Los vaticinios hacia dónde nos dirigimos y chalalá son meras muestras de impaciencia: no hay prisa en adivinar hacia qué garete se va el negocio editorial y cómo va a resolverse. Pero si la solución pasa por lo que las apariencias dictan, está claro que no sólo no se va a reducir el número de textos que se produzcan, ni que esa reducción imposible vaya a mejorar la calidad de lo que se escriba, sino que se va a multiplicar temerosamente. Y encima, por la mayor parte de esa obras, el escritor no cobrará nada, y sin embargo el mercado las hará funcionar, con lo que, como de costumbre, alguien estará haciendo dinero con la carne de la ballena.
La literatura, eso sí, no corre riesgos de extinguirse. Aunque no se produzca de aquí al final de los días una sola obra maestra más, ya se han producido las suficientes como para llenar la vida de cualquier lector. Pero brindar por la extinción de los escritores, por provocativo que quiera ser, no es más que brindar por los balleneros japoneses. Será el mercado y sólo el mercado quien dé ese carnet de profesional de la cosa a quien sea capaz de conquistar público suficiente como para pagarse el alquiler. Ya no se podrá esperar la protección de un editor que le escriba a alguien: "vamos, Scottie, no te preocupes por las ventas, te envío el adelanto que pactamos y sigue trabajando". Y lo peor de todo es que no es ninguna tragedia ni una cosa ni la otra.
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