Celebremos lo que hay que celebrar
Por Graciela Melgarejo | LA NACION - Buenos Aires
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Hace muchos años, en el curso de Introducción a la Literatura que el profesor Antonio Pagés Larraya dictaba en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) -en ese entonces estaba en el edificio de Independencia al 3000?, se les dio para leer a los alumnos un texto sobre la poesía ("los años no dejan ver" ni recordar el nombre de su autor).
El texto trataba sobre un profesor que leía en voz alta estos versos de Gustavo Adolfo Bécquer, que todos los que fuimos hijos de madres y padres románticos recordaremos para siempre: "Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, / y, otra vez, con el ala a sus cristales / jugando llamarán". El profesor se detenía en su lectura y comentaba, casi para sí: "Las golondrinas no cuelgan sus nidos de los balcones...", sonreía; decía a sus alumnos: "No importa, para Bécquer, sí", y continuaba la lectura.
Anteayer, además del comienzo oficial del otoño, fue el Día Mundial de la Poesía.
¿Qué llevó a los miembros de la Unesco, en su 30ª reunión en París, en octubre-noviembre de 1999, a proclamar el 21 de marzo como Día Mundial de la Poesía?
Hubo varios considerandos, por supuesto, pero de entre todos Línea directa subraya éste: "Este impulso social hacia el reconocimiento de los valores ancestrales es asimismo una vuelta a la tradición oral y la aceptación del habla como elemento socializador y estructurador de la persona".
En la celebración de este año, Irina Bokova, la directora general de la Unesco, dijo en su discurso que "en estos tiempos de incertidumbre y turbulencia, quizá nunca hayamos necesitado tanto del poder de la poesía para acercar a las mujeres y los hombres, para forjar nuevas formas de diálogo y para cultivar la creatividad que todas las sociedades necesitan hoy día".
Si unimos los dos conceptos transcriptos y los traspolamos al terreno de la enseñanza de un idioma, y si estamos de acuerdo con que hoy prima la lengua oral por sobre la escrita, con los consiguientes malentendidos, veremos la necesidad de volver a dar, como antes (más que antes, quizá), poesía en las escuelas.
La abuela vasca de quien esto escribe solía decirles a sus hijos: "Primero la obligación y después, la devoción". Tal vez allí esté el error: por privilegiar el deber hemos olvidado el amor, el amor a la palabra. ¿Qué nos enseña siempre la poesía? A perseguir la palabra, para que dé todo de sí. A los niños les causa gracia y placer aprender nuevas palabras, y ese es el camino para que, en circunstancias normales, alguien pueda aprender a leer y a escribir de acuerdo con las reglas.
De los primeros poemas oídos en la lectura en voz alta, queremos recordar -y también, homenajear- dos textos del poeta, escritor y periodista Conrado Nalé Roxlo (1897-1971): "El grillo" y "Balada de Doña Rata". La razón es simple: por que conocimos varias palabras que más tarde quisimos ver escritas, para recordarlas mejor: "eglógico", "espinillo", "esmalta el estío" y "su charca y su limo".
Otro tanto podrán rescatar hoy los lectores de, por ejemplo, María Elena Walsh, cuando recuerdan "La vaca estudiosa", "Marcha de Osías" o "El twist del Mono Liso". Y, lo más seguro, sin las siempre temidas faltas de ortografía.
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